José Ramón Márquez
Ayer me vino a la memoria El Medrano. Un hombre tan popular en Madrid en las postrimerías del siglo XIX, famoso a costa de los toros sin prácticamente haber dado un solo capotazo en su vida, como tantos por ahí.
El Medrano era el chulo de banderillas de la Plaza Vieja. Los papeles nos describen al hombre “con sus medias blancas, mejor con las de otro (pues las adquiría de tercera o cuarta pierna) caídas y algunas veces rotas; con sus zapatillas desvencijadas, digno remate de aquellas medias; con su taleguilla parda invariablemente, de tela desconocida, más remendada que capa de mendigo, y con caireles de abalorios para escarnio; coronada la cabeza por una montera, quizás la primera que usó el Paquiro, y campeando sobre la modesta camisa, sin rizos ni bordados, un cinto rojo o azul a guisa de corbata”.
Tal era el hombre que dedicó su vida a entregar los rehiletes a los banderilleros, y cuya edad, porque siempre fue viejo, y cuya traza, porque siempre fue desgarbado, completaba aquella figura estrafalaria que parecía la caricatura del toreo”.
Y a la hora de glosar sus méritos taurómacos se afina el retrato del honrado padre de familia que fue El Medrano: “Él, que andaba siempre huyendo de los toros y les buscaba las vueltas como nadie hasta el punto de que jamás vio uno de frente, a pesar de lo cual recibió varios achuchones por aquello de quien anda con fuego se quema y tanto va el cántaro a la fuente... etc. No supo buscarle las vueltas a la muerte y lo mató una congestión, síntesis, sin duda, de todos los sustos que le propinaron las reses al clavar en él sus ojos, enrojecidos por el dolor y por la rabia”.
Y esta figura resulta tan representativa, tan hispánica, tan oportunamente contemporánea en tantas cosas, desde lo de no ver a los toros de frente hasta lo de su popularidad nacida del desempeño de una función remunerada y de su carácter inamovible, que podríamos retomar aquí la idea que lanzaba en 1900 el diario El Liberal de crear un Cuerpo General de Medranos del Reino, perfectamente organizado, en el que se pudiesen integrar de manera colegiada todos estos personajes que van saliéndonos al paso y que sólo pueden ser calificados de Medranos: el primero Joselito Calderón -legítimo heredero por vía directa de la medranez-, y luego el extinto Canis Mortis, Manolo, el presidente, el padre del July, Victorino hijo, El Jaro, el Consejo Taurino de Madrid -cuyas funciones podrían ser sustituidas por el cuerpo General de Medranos sin desdoro alguno-, Miguel Ángel Moncholi, la Mesa del Toro -en adelante la Mesa del Medrano-, el anónimo que escribe las reseñas de Burladero y Mundotoro (que a fe cierta que es el mismo), el apoderadillo que se las tima con un crítico felón o los Medranos que ‘eliminaron lo anterior’, así como todos los que vayan siendo nominados por aclamación popular, incluidos los veterinarios que rechazaron la corrida de Adolfo Martín en San Isidro para aprobar la del Marqués de Domecq; aunque no es necesario que la cosa se circunscriba al mundo taurómaco, que se puede abrir a todas las facetas de la sociedad, en cuyo caso podríamos poner también a Belén Esteban y a la novia del torero (¿) Cayetano, una tía que se llama Eva.
Quizás no sería una mala idea la de fijar la sede de dicho Cuerpo General en Barcelona, y situarla a mitad de camino entre el dichoso Parlament(o) y el Palau de la Música, para señalar la necesaria imbricación en la medranería entre la provechosa acción política y el provechoso desempeño económico; y como signo de generosidad, dar una oportunidad de reinserción social a Félix Millet haciéndole tesorero del Cuerpo.Vale.
Ayer me vino a la memoria El Medrano. Un hombre tan popular en Madrid en las postrimerías del siglo XIX, famoso a costa de los toros sin prácticamente haber dado un solo capotazo en su vida, como tantos por ahí.
El Medrano era el chulo de banderillas de la Plaza Vieja. Los papeles nos describen al hombre “con sus medias blancas, mejor con las de otro (pues las adquiría de tercera o cuarta pierna) caídas y algunas veces rotas; con sus zapatillas desvencijadas, digno remate de aquellas medias; con su taleguilla parda invariablemente, de tela desconocida, más remendada que capa de mendigo, y con caireles de abalorios para escarnio; coronada la cabeza por una montera, quizás la primera que usó el Paquiro, y campeando sobre la modesta camisa, sin rizos ni bordados, un cinto rojo o azul a guisa de corbata”.
Tal era el hombre que dedicó su vida a entregar los rehiletes a los banderilleros, y cuya edad, porque siempre fue viejo, y cuya traza, porque siempre fue desgarbado, completaba aquella figura estrafalaria que parecía la caricatura del toreo”.
Y a la hora de glosar sus méritos taurómacos se afina el retrato del honrado padre de familia que fue El Medrano: “Él, que andaba siempre huyendo de los toros y les buscaba las vueltas como nadie hasta el punto de que jamás vio uno de frente, a pesar de lo cual recibió varios achuchones por aquello de quien anda con fuego se quema y tanto va el cántaro a la fuente... etc. No supo buscarle las vueltas a la muerte y lo mató una congestión, síntesis, sin duda, de todos los sustos que le propinaron las reses al clavar en él sus ojos, enrojecidos por el dolor y por la rabia”.
Y esta figura resulta tan representativa, tan hispánica, tan oportunamente contemporánea en tantas cosas, desde lo de no ver a los toros de frente hasta lo de su popularidad nacida del desempeño de una función remunerada y de su carácter inamovible, que podríamos retomar aquí la idea que lanzaba en 1900 el diario El Liberal de crear un Cuerpo General de Medranos del Reino, perfectamente organizado, en el que se pudiesen integrar de manera colegiada todos estos personajes que van saliéndonos al paso y que sólo pueden ser calificados de Medranos: el primero Joselito Calderón -legítimo heredero por vía directa de la medranez-, y luego el extinto Canis Mortis, Manolo, el presidente, el padre del July, Victorino hijo, El Jaro, el Consejo Taurino de Madrid -cuyas funciones podrían ser sustituidas por el cuerpo General de Medranos sin desdoro alguno-, Miguel Ángel Moncholi, la Mesa del Toro -en adelante la Mesa del Medrano-, el anónimo que escribe las reseñas de Burladero y Mundotoro (que a fe cierta que es el mismo), el apoderadillo que se las tima con un crítico felón o los Medranos que ‘eliminaron lo anterior’, así como todos los que vayan siendo nominados por aclamación popular, incluidos los veterinarios que rechazaron la corrida de Adolfo Martín en San Isidro para aprobar la del Marqués de Domecq; aunque no es necesario que la cosa se circunscriba al mundo taurómaco, que se puede abrir a todas las facetas de la sociedad, en cuyo caso podríamos poner también a Belén Esteban y a la novia del torero (¿) Cayetano, una tía que se llama Eva.
Quizás no sería una mala idea la de fijar la sede de dicho Cuerpo General en Barcelona, y situarla a mitad de camino entre el dichoso Parlament(o) y el Palau de la Música, para señalar la necesaria imbricación en la medranería entre la provechosa acción política y el provechoso desempeño económico; y como signo de generosidad, dar una oportunidad de reinserción social a Félix Millet haciéndole tesorero del Cuerpo.Vale.