Vicente Llorca
En algún momento, hace mucho tiempo, el poeta Rilke había advertido ya sobre la sensación de irrealidad de la época que le rodeaba. La apariencia de las cosas, se lamentaba, había venido a sustituir a las mismas cosas, cuya cercanía ya no era posible.
En carta a su traductor polaco, Witold von Hulewicz, comentaba: “Todavía para nuestros abuelos había una casa, una fuente, una torre para ellos familiar, más aún su propia ropa, su abrigo: infinitamente más, infinitamente más familiar (…) Ahora nos invaden desde América vacías cosas indiferentes, pseudocosas, simulacros de la vida…”
La otra mañana, en el viejo mostrador de Lhardy de la Carrera de san Jerónimo, descubrí que la antigua costumbre de instalarte donde podías, en un hueco de la barra, o en la esquina del velador que conduce a la cocina -y desde allí abrir el grifo de plata del que manaba un consomé caliente en los días de frío- había sido reemplazada por una lista en la entrada en donde los turistas se apuntan y a continuación les otorgaban un puesto en unas sillas colocadas frente al espejo, en donde los clientes, perfectamente alineados, contemplaban un reflejo que no era sino el de ellos mismos, ordenados frente a las latas de callos. La imagen de Lhardy había sustituido al propio lugar, que ya no existe, pensé mientras huía, desolado.
A la taberna cercana no había ni que pensar en ir. Estaba ya siempre ocupada, desde que aparecía en las guías de viaje, por una multitud desconocida que se agrupaba a su vez frente al viejo mostrador de madera. Del antiguo azar, que te hacía tropezarte con el fantasma del torero G. cada vez que bajaba a la capital desde el puerto donde se había refugiado; o, peor aún, con el pertinaz gascón Cosme, de quien habíamos lamentado su defunción un año antes -y que nos aseguró que no se había muerto- no restaba nada tampoco. Al pasar por la esquina pudimos ver una multitud paciente en la puerta, que aguardaba su turno de nuevo.
Nos refugiamos en un local sin nombre, bajo la fachada de la iglesia de Santa Bárbara. Allí, entre el silencio de las mesas, el vino francés -un Beaujolais viejo- y el aroma del Marsala que impregnaba la carne nos hicieron pensar en un bistrot en la Borgoña cuyo nombre tampoco pensamos desvelar, y en un Madrid posible que ya, definitivamente, se había desvanecido.
En la hora del café familiar luego, sobre los jardines del Museo Arqueológico, flotan los fantasmas de un barrio que apenas se recuerda. Las primas guardan, sobre una mesa, la fotografía firmada que el rey Alfonso XIII, en el destierro, dedicara a algún pariente -su padre quizás, quizás la abuela- junto a otra del Conde de Barcelona, ésta ya desde el exilio en Estoril. Alguien nos había comunicado la muerte reciente de José María Gil Robles, hijo, y ellas recordaron entonces los días del exilio en Portugal de nuevo, y cuando el primo se había acogido a la tutela del abuelo Cándido, porque José María padre no podía regresar a España. En el entierro, hacía dos días, yo había pensado de nuevo en una historia del barrio, hecha esta vez de conspiraciones monárquicas, reuniones en la calle Villanueva con la policía en la puerta y de viajes inútiles a Munich, que se perdía definitivamente.
Con las tazas más tarde siempre aparecen pastas en la mesa. En lo alto de una librería inglesa una mujer, alta, delgada y muy elegante, nos contempla cada vez que subimos a tomar café. No sé quién es exactamente: es una de sus tías abuelas, que bajaron en su momento desde su Santander natal para instalarse en torno a la calle Serrano; a la Ciudad Lineal más tarde, adonde se desplazaban los veranos. Subir a la Ciudad Lineal en el verano siempre me había parecido un raro ejemplo de elegancia. Mucho más que las tardes de San Sebastián o de las playas del Sardinero, de las que hasta hace muy poco han mantenido la costumbre.
Siempre han vivido aquí. Recuerdan lugares como la Pañería Inglesa; la exquisita tienda de Rohan frente al Colegio de Abogados; las Mantequerías Leonesas en la esquina de Goya; o las gambas del aperitivo en la marisquería El Aguilucho, de los que nadie guarda ya noticia. Su memoria del barrio se inaugura sin embargo, de manera oscura, con las noches atroces en los que se esperaba la llamada a la puerta de las milicias; las tapias en las afueras en las que aparecían luego los restos de los conocidos, de algún pariente; con un relato de refugios en embajadas y de puertos en el Mediterráneo que luego ellas sólo rememoraban si, tercos, los más jóvenes les preguntábamos por aquello.
A la salida, la calle de Serrano está abarrotada. Una estética de lentejuelas y dorados varios ha sustituido, en los escaparates de las tiendas de ropa, las telas inglesas o los abrigos austriacos que en otro momento adornaban el barrio. B. propone que vayamos a la camisería de Velázquez, frente al Wellington, pero ésta, le comento, cerró hace algún tiempo. Supongo que cuando sus clientes apergaminados terminaron de agrietarse. Igualmente apergaminadas eran las camisas de villela o las americanas de tweed que allí se amontonaban. Pero era donde los mayores se encargaban la ropa y allí la habíamos encargado nosotros siempre después.
La tienda de arreglos y zurcidos varios en cambio sigue abierta, oscura en una acera de esta tarde lluviosa, cercana al Retiro. En un vestidor precario tengo que cambiarme, rodeado de cajas de calcetines a punto del derrumbamiento y de tiras de pasamanería que intentan ahogarme. Cuando salgo por fin, para que me recojan un dobladillo con alfileres punzantes, en un taburete de la trastienda descansa un transistor a pilas, que monótono reproduce la voz de un locutor de la Cope. La modista me pregunta por las primas, por nuestra madre, mientras me asaetea con sus agujas punzantes.
Es el último lugar del barrio, pienso por un instante. Y decido quedarme allí ya para siempre.