Asistimos a un prodigioso intercambio de golpes que recordaba a un
combate de pesos pesados
que bajan la guardia y deciden vivir en el filo
de la gloria o la nada
Pedro Ampudia
Con el Pep aprendiendo alemán en Manhattan y Mourinho apartado voluntariamente de los focos, el partido de ida de semifinales de la Copa del Rey habría comenzado sin que se hubiera hablado de otra cosa que no fuera fútbol a no ser por las tormentas desatadas por parte de los mismos que acusaban al entrenador portugués de desviar la atención de lo verdaderamente importante. Primero fue la portada de Marca con la licencia dramática y, pocas horas antes del encuentro, las declaraciones de la novia de Casillas en una televisión mexicana. La muchacha, que en su día atribuyó a Serrat los versos más populares de Antonio Machado, no hizo sino enrolarse en las filas del periodismo metonímico nombrando a una parte, su novio, con el nombre de un todo, los jugadores del Real Madrid. Que el capitán del Real Madrid quiere quitarse de encima a José Mourinho es algo que ya sabíamos del mismo modo que sabemos que Mourinho estaría encantado de perder de vista al de Móstoles. La reacción de Casillas a las palabras de Sara Carbonero fue subir a su cuenta de Instagram la foto de una mano de mus, tres reyes y un as. No sabemos si la intención fue piropear a esa Oriana Fallaci de mercadillo, esa mano se conoce como “La Bonita” o “El Solomillo”, o mostrarnos que con esa mano él lleva las de ganar olvidando que en el Madrid tiene que valer por lógica “La Real” y que con “la bonita” se puede perder un órdago a juego. Seguiremos teniendo que leer esas loas al yerno de España que tanto nos recuerdan a aquellas otras que en su día leímos sobre otro yerno que España tuvo y de cuyo verdadero rostro tenemos ahora retrato por mucho que quiten su perfil de la web de la Casa Real. No será porque no nos avisó Schopenhauer: “El que cree que en el mundo los diablos nunca andan sin cuernos y los locos sin cascabeles, serán siempre víctima o juguete de ellos”.
Nadie echó anoche de menos a Casillas y la supuesta fractura del vestuario quedó en entredicho tras ver a los once jugadores vestidos de blanco dejarse hasta el último aliento en pos de un objetivo común. Fue un partido de fútbol grandioso al que ni siquiera la necedad de Dani Alves, uno de los jugadores más pestosos que uno recuerda, capaz de sacar de quicio incluso a los culés que veían el partido a mi lado, consiguió quitar un ápice de grandeza. Otra vez dos estilos contrapuestos, dos maneras de entender el fútbol y la vida. El control frente al caos. La paciencia frente al vértigo. Durante unos minutos inolvidables de la primera parte el Barcelona se contagió del estilo de su némesis y asistimos a un prodigioso intercambio de golpes que recordaba a un combate de pesos pesados que bajan la guardia y deciden vivir en el filo de la gloria o la nada. Esos minutos de ritmo frenético los cortó por lo sano Xavi Hernández llamando a los suyos a la esquina para recordarles que ese juego no es el suyo. Habíamos observado ya a Varane tapando las carencias físicas de Carvalho y la lógica descoordinación de una defensa circunstancial. Habíamos visto también a Álvaro Arbeloa y Xabi Alonso ejerciendo un liderazgo que echábamos en falta frente a la hybris blaugrana a la que otros oponían el beso, el abrazo y las llamadas telefónicas pidiendo perdón por la existencia del Real Madrid. Habíamos visto a Özil poniendo la pausa necesaria en las tumultuosas acometidas blancas y a Cristiano enfrentándose a espacios reducidos y a rivales que una vez vencidos eran reemplazados por otros. Acabó la primera parte, incomprensiblemente, sin goles y dio paso a un segundo acto en el que se agrandó la figura de Raphael Varane hasta quedar convertido en leyenda para los restos. El francés es otro de los que ha sufrido el deprecio del lobby de La Roja, del más casposo patrioterismo, del amiguismo más zafio. El joven central ha permanecido callado, impasible el ademán, mostrando siempre una seriedad que nunca pierde. Anoche llegó a todos los balones, incluso a aquellos que no parecían destinados a él, sin perder nunca la compostura ni buscar el aplauso fácil. Un central como él, ausente Pepe, otorga a aquellos que van a la batalla en campo enemigo la seguridad de tener quien cuide la casa. Esa seguridad se amplía si en la portería hay un portero de verdad, no un santón que regatea ya los milagros como un Onésimo de vuelta de todo. Se adelantó el Barcelona con un tanto de Cesc que encontró la pelota procedente de la lucha por un balón dividido que los comentaristas del Plus convirtieron en mágica asistencia de Messi. El de Rosario anduvo perdido la mayor parte del partido y se empeñó en ir solo a la guerra contra todos en una actitud que de haber sido vista en Cristiano provocaría hoy ríos de tinta en nombre de la humildad, los valores y el ejemplo para los niños del mundo. Pudo marcar más goles el Barcelona y pudo empatar antes el Real Madrid pero el destino le tenía reservado un nuevo giro a la historia mítica de Varane y fue él, porque no podía ser otro, el que empatara el partido a la salida de un corner, elevándose al cielo de Madrid impulsado por la fuerza de una nueva era que comienza, cuando otra aún no ha terminado. Volvemos a Nietzsche: “El genio está condicionado por un aire seco, por un cielo puro, por un metabolismo rápido, por la capacidad de aprovisionar grandes cantidades de fuerza”. Acabó el partido con una parada de Diego López, que quién sabe si no valdrá una final, y pudimos imaginar la mano de Casillas en ese instante, tres pitos y un cuatro. Jugador de chica, perdedor de mus.
El post-partido nos trajo de nuevo a Xavi y su exaltación del victimismo y la superioridad moral sustituyendo así al Pep en esos menesteres propagandísticos para los que no parecen estar dotados los que hoy ocupan ese banquillo. Messi apareció en el parking para llamar algo a Arbeloa suponemos que con Pinto detrás, por si la cosa se ponía fea. Una vez más, el Madrid construido por Mourinho volvió a pasar por encima de la palabrería burda de los críticos y, ausentes los Chamberlains del vestuario, el orgullo tomó las riendas de un caballo al que algunos querían ya sacrificar. Como Mandela en Robben Island, en la cabeza el poema de William Ernest Henley.
En la noche que me envuelve,
negra, como un pozo insondable,
doy gracias al Dios que fuere
por mi alma inconquistable.
En las garras de las circunstancias
no he gemido, ni llorado.
Ante las puñaladas del azar,
si bien he sangrado, jamás me he postrado.
Más allá de este lugar de ira y llantos
acecha la oscuridad con su horror.
No obstante, la amenaza de los años me halla,
y me hallará, sin temor.
Ya no importa cuan recto haya sido el camino,
ni cuantos castigos lleve a la espalda:
Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma.
En La Vida por Delante
Nadie echó anoche de menos a Casillas y la supuesta fractura del vestuario quedó en entredicho tras ver a los once jugadores vestidos de blanco dejarse hasta el último aliento en pos de un objetivo común. Fue un partido de fútbol grandioso al que ni siquiera la necedad de Dani Alves, uno de los jugadores más pestosos que uno recuerda, capaz de sacar de quicio incluso a los culés que veían el partido a mi lado, consiguió quitar un ápice de grandeza. Otra vez dos estilos contrapuestos, dos maneras de entender el fútbol y la vida. El control frente al caos. La paciencia frente al vértigo. Durante unos minutos inolvidables de la primera parte el Barcelona se contagió del estilo de su némesis y asistimos a un prodigioso intercambio de golpes que recordaba a un combate de pesos pesados que bajan la guardia y deciden vivir en el filo de la gloria o la nada. Esos minutos de ritmo frenético los cortó por lo sano Xavi Hernández llamando a los suyos a la esquina para recordarles que ese juego no es el suyo. Habíamos observado ya a Varane tapando las carencias físicas de Carvalho y la lógica descoordinación de una defensa circunstancial. Habíamos visto también a Álvaro Arbeloa y Xabi Alonso ejerciendo un liderazgo que echábamos en falta frente a la hybris blaugrana a la que otros oponían el beso, el abrazo y las llamadas telefónicas pidiendo perdón por la existencia del Real Madrid. Habíamos visto a Özil poniendo la pausa necesaria en las tumultuosas acometidas blancas y a Cristiano enfrentándose a espacios reducidos y a rivales que una vez vencidos eran reemplazados por otros. Acabó la primera parte, incomprensiblemente, sin goles y dio paso a un segundo acto en el que se agrandó la figura de Raphael Varane hasta quedar convertido en leyenda para los restos. El francés es otro de los que ha sufrido el deprecio del lobby de La Roja, del más casposo patrioterismo, del amiguismo más zafio. El joven central ha permanecido callado, impasible el ademán, mostrando siempre una seriedad que nunca pierde. Anoche llegó a todos los balones, incluso a aquellos que no parecían destinados a él, sin perder nunca la compostura ni buscar el aplauso fácil. Un central como él, ausente Pepe, otorga a aquellos que van a la batalla en campo enemigo la seguridad de tener quien cuide la casa. Esa seguridad se amplía si en la portería hay un portero de verdad, no un santón que regatea ya los milagros como un Onésimo de vuelta de todo. Se adelantó el Barcelona con un tanto de Cesc que encontró la pelota procedente de la lucha por un balón dividido que los comentaristas del Plus convirtieron en mágica asistencia de Messi. El de Rosario anduvo perdido la mayor parte del partido y se empeñó en ir solo a la guerra contra todos en una actitud que de haber sido vista en Cristiano provocaría hoy ríos de tinta en nombre de la humildad, los valores y el ejemplo para los niños del mundo. Pudo marcar más goles el Barcelona y pudo empatar antes el Real Madrid pero el destino le tenía reservado un nuevo giro a la historia mítica de Varane y fue él, porque no podía ser otro, el que empatara el partido a la salida de un corner, elevándose al cielo de Madrid impulsado por la fuerza de una nueva era que comienza, cuando otra aún no ha terminado. Volvemos a Nietzsche: “El genio está condicionado por un aire seco, por un cielo puro, por un metabolismo rápido, por la capacidad de aprovisionar grandes cantidades de fuerza”. Acabó el partido con una parada de Diego López, que quién sabe si no valdrá una final, y pudimos imaginar la mano de Casillas en ese instante, tres pitos y un cuatro. Jugador de chica, perdedor de mus.
El post-partido nos trajo de nuevo a Xavi y su exaltación del victimismo y la superioridad moral sustituyendo así al Pep en esos menesteres propagandísticos para los que no parecen estar dotados los que hoy ocupan ese banquillo. Messi apareció en el parking para llamar algo a Arbeloa suponemos que con Pinto detrás, por si la cosa se ponía fea. Una vez más, el Madrid construido por Mourinho volvió a pasar por encima de la palabrería burda de los críticos y, ausentes los Chamberlains del vestuario, el orgullo tomó las riendas de un caballo al que algunos querían ya sacrificar. Como Mandela en Robben Island, en la cabeza el poema de William Ernest Henley.
En la noche que me envuelve,
negra, como un pozo insondable,
doy gracias al Dios que fuere
por mi alma inconquistable.
En las garras de las circunstancias
no he gemido, ni llorado.
Ante las puñaladas del azar,
si bien he sangrado, jamás me he postrado.
Más allá de este lugar de ira y llantos
acecha la oscuridad con su horror.
No obstante, la amenaza de los años me halla,
y me hallará, sin temor.
Ya no importa cuan recto haya sido el camino,
ni cuantos castigos lleve a la espalda:
Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma.
En La Vida por Delante
Acento espñol
El francés es otro de los que ha sufrido el deprecio del lobby de La Roja,
del más casposo patrioterismo, del amiguismo más zafio