martes, 5 de febrero de 2013

Ah, no: yo por La Roja, mato

Por ahí no paso
(Colección Look de Té)

Jorge Bustos

Hombre, esto ya sí que no. Podemos tolerar los seis millones de parados, los papeles de Bárcenas, la segregación de Cataluña, el advenimiento de la República, los experimentos de químico pobre de El Hormiguero e incluso los rumores que amanceban a Higuaín con Belén Esteban. Pero que la Europol desmantele una red de amaño de partidos que pudiera afectar a La Roja, nuestra segunda fundación mítica después de la Transición, eso España no lo va a soportar sin derramamiento de sangre.

Lo paradójico es que si hay un ámbito al que la ciudadanía, de forma natural, imputa corrupción sistémica, ese es el fútbol. Todo hincha aprende a gritar “¡árbitro comprado!” al mismo tiempo –o quizá segundos antes– que el primer cántico de apoyo a su equipo. La sospecha sobre la Federación adquiere nítidos contornos en nuestra mente ya desde los albores neonatales, cuando nuestras retinas en formación apenas saben separar un color de otro y por tanto no distinguimos del todo la camiseta de nuestro favor, epifanía que encauza el sentido de pertenencia de toda vida española del mismo modo que el adolescente masai muerde el corazón de un buey negro para ritualizar su paso de cazador y recolector nómada a guerrero de la tribu. Y sin embargo, una cosa es sospechar y ciscarnos en los árbitros, y otra cosa es que venga la Europol a confirmarlo todo. Entonces nos venimos abajo.

Si resultara que La Roja ganó con trampa alguno de los inmarcesibles títulos que valieron un marquesado a su seleccionador y un correlativo pedigrí súbito –como herencia de nuevo rico– a la prensa deportiva, ¿cómo podríamos desandar pacíficamente tanta gloria? Inmediatamente olvidaríamos los sobres del partido de Rajoy y concentraríamos toda nuestra ira de puñetazo sobre la barra en proclamar la desnaturalización apresurada o bien el cierre de filas, que son los dos polos complementarios sobre los cuales bascula el carácter nacional para reproducir cada tanto sus cíclicos y entrañables fratricidios. Unos correrían a naturalizarse rusos a lo Depardieu y otros se dejarían sacrificar en Colón con la zamarra de la estrellita puesta, ofreciendo el cuerpo a la pira del hechicero Platini o el pecho al cuchillo de obsidiana de Blatter, sin reparar en la sutil observación del iconoclasta Wilde:

El martirio me parece sólo una trágica forma de escepticismo, un intento de lograr con el fuego lo que no se ha podido conseguir con la fe. Nadie muere por lo que sabe que es cierto. La gente muere por lo que quiere que sea cierto, por lo que, en el fondo de su corazón, temen que no lo sea.

Pero quedan ya tan pocas certezas que corremos el riesgo de hacernos matar por cualquier cosa.

En La Gaceta