sábado, 15 de diciembre de 2012

Herodes en Connecticut

Herodes (Flavio Bucci), tetrarca de Galilea, conversando con Poncio Pilato (Nino Manfredi),
 gobernador de Judea, en Secondo Ponzio Pilato, de Luigi Mangi

Jorge Bustos

La herodiada adelantó este año en 14 días su macabra liturgia pero el desconsuelo no se oyó en Ramá, sino en Connecticut, y se renueva así el gran lamento profetizado por Jeremías que luego citará Mateo en su evangelio para probar en Jesús el vencimiento de los oráculos mesiánicos:

Un grito se oye en Ramá: llanto y lamentos grandes. Es Raquel, que llora por sus hijos, y no quiere ser consolada, porque ya no existen.

Han sido asesinados 20 niños a tiros en una escuela estadounidense y no hay consuelo posible ya para sus madres. También han muerto seis adultos en la matanza, pero siendo idénticas todas las inocencias, las de los niños son más idénticas que otras, y todo el mundo lo sabe, aunque no sepa explicarlo.

Al que escandalice a alguno de estos pequeños que cree en mí, más le valdría que le colgasen una piedra al cuello y lo arrojasen al fondo del mar —advertiría más tarde Jesús, a quien José puso a salvo en Egipto de la daga de Herodes.

Uno no quiere ahora hacer periodismo; es decir, reconstruir los hechos, aportar datos sobre la caza del culpable, conjeturar su estado mental, polemizar sobre la acción propagandística de la Asociación Nacional del Rifle, reclamar la más severa pena para el asesino. Jesús, ya lo hemos visto, hablaba de una piedra al cuello y el fondo del mar. Uno ahora quisiera imaginar el padecimiento de sus madres y ensayar algún argumento hacia el consuelo, más allá de la frugal reparación que debe obrar la justicia. Pero no hay ninguna posibilidad de salir exitoso de ese intento. El dolor de una madre por su hijo muerto no es representable en abstracto por una mente ajena, y el poder terapéutico de la palabra naufraga igualmente contra una pérdida tan inconcebiblemente atroz. Cuando hace unos días entrevisté en el programa Doce hombres sin vergüenza de esta cadena a la presidenta de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, Ángeles Pedraza, cuya hija Miriam viajaba en aquel tren de Atocha, confieso que me sorprendió la conservación tan químicamente pura de su dolor ocho años después del atentado, y la contundencia con que no defendía la pena de muerte sino la cadena perpetua exclusivamente por el escrúpulo de prevenir que un juez negligente ajusticie a un inocente. Pero eso me pasó porque uno, en la vida, de momento no se ha llevado más que sustos, y no ha pasado por auténticas desgracias.

Y sin embargo, el cine enseña que hubo redención para el imperdonable William Munny. Y la fe enseña que hubo Redención exactamente 33 años después de la matanza ordenada por Herodes.