La Navidad de J. B.
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
La Navidad tiene la virtud de volver tópica la alegría, pero también la
tristeza. Mucha gente afortunada ama la Navidad porque le proporciona
una cálida excusa para reunirse con las personas a las que quiere, y
mucha gente sin suerte odia la Navidad precisamente porque advierte en
ella una exigencia de felicidad compartida que no se encuentra en
disposición de satisfacer. La alegría es un sentimiento tan luminoso,
tan inmatizado, que repele la descripción. Cuando uno está alegre nunca
piensa nada de mérito, porque lo meritorio entonces es vivir.
Cuando uno está triste, en cambio –y no hay que confundir la
tristeza con la mera resaca–, está tentado de examinarse de continuo
para descubrir y clasificar los afilados vaivenes de su desconsuelo. La
tristeza es hija de la soledad, que es un estado tremendamente complejo,
porque se puede estar solo en mitad del gran teatro del mundo.
—Estar solo es no saber o no querer decirle a nadie que estamos
solos. Está sola el alma impar. No porque sea mejor ni peor, sino porque
una dilatada circunstancia patética la despareja siempre, porque a su
voz íntima, en el gran teatro del mundo, nadie le da réplica —escribe Ruano,
que conoció a “tremendos solitarios que estaban siempre acompañados,
tremendos conversadores que se mueren sin haber hablado nunca con
nadie”.
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