domingo, 16 de diciembre de 2012

El suicidio como hábito fascista

J.B. hcia el precipicio
(Colección Look de Té)


Jorge Bustos

Los viejos hábitos tardan en morir, cantaba Jagger. Uno de los hábitos más viejos, a qué negarlo, es el de vivir, y de ahí que César González-Ruano consignara en su Diario íntimo —ese cuya última entrada, previa a la luz del túnel de la expiración, decía: “El terror es blanco. La soledad es blanca”— que morir no es otra cosa que ir perdiendo la costumbre de vivir. Pero entonces, ¿qué es el suicidio? ¿Cabe considerar la obstrucción del metro, el empacho de barbitúrico o el mordisco al frío cañón algo más que una manera drástica de combatir la rutina?

Para Camus, el suicidio es el primer problema de la filosofía. También lo era para Viktor Frankl, que empezaba sus terapias con otros reclusos de Auschwitz preguntándoles por qué no se quitaban la vida de una vez, qué promesa justificaba tan penosa resistencia. Y a partir de algún íntimo e incólume nudo vital que ellos le confesaban —el amor, una vocación artística, alguna forma futura de revancha política—, sistematizó un modelo psiquiátrico para reconstruir voluntades de vivir averiadas. Hoy el suicidio es la primera causa de muerte violenta en España, superando el siniestro vial: se matan cerca de nueve personas al día, número desproporcionado a la medrosa cobertura que merece la plaga en los medios. Un último temblor ético les insta a un piadoso silencio, salvo en el caso de la hermana de una princesa de Asturias.

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