lunes, 11 de octubre de 2010

Una enmienda a la cultura pop, 6

Roland Barthes


Jorge Bustos


Roland Barthes escribió Mitologías en 1957. Preconizaba el imperio de la posmodernidad, y desde posiciones entonces marxistas -luego evolucionó-, censuró lo que consideraba decadentismo burgués sin saber que diagnosticaba el funcionamiento de la industria cultural vigente cincuenta años después. Definió el mito como mensaje y describió su circularidad superficial, la correosa resistencia de los tópicos, a la manera de ciertas bacterias. Sobre todo, se dio cuenta de que el mito proliferaba en las sociedades de consumo como sustituto de la razón, como una vuelta atrás en el paso civilizatorio griego del mythos al logos.

Los mitos, vio Barthes, son la publicidad. Lo mismo una camiseta del Ché que una pegatina de un icono -sinónimo de mito, pero más particular y menos duradero aún- de Hollywood. De hecho, hoy los medios de comunicación se desesperan por vender nuevos mitos, cuando la obscena vulgaridad de nuestro tiempo no ofrece otra cosa que iconos fugaces. Con Internet llega la apoteosis de la creación desvalorizada, publicable únicamente en razón de su particularidad. “Mira lo que hago” es la frase infantil que hoy basta para justificar el lanzamiento de un producto cultural. La pronuncia una nueva clase social, tecnificada y urbana, sedentaria y cultivadora de una erudición fragmentaria y banal. Son los friquis.

Individuos socialmente deficientes los ha habido siempre: lo que caracteriza a los de hoy es su voluntad de proyección cibernética como medio de obtener un aval social que los redima de su marginalidad. Al principio se requería alguna habilidad especial; hoy, el bucle creado por la alianza entre la tecnología y la cultura pop genera monstruos diarios y anodinos. Rodolfo Chiquilicuatre, la creación de una productora de humor televisivo, es un ejemplo del funcionamiento de la cultura pop en la era de la información y la vulgaridad democrática: un actor que alberga la sabia intención de parodiar la iconización urgente de seudoartistas de la canción pop, acaba convertido en uno de ellos merced al efecto multiplicador e invasivo de Internet y la televisión. Y ese proceso no es lo más significativo, sino el hecho de que la mitad de los que se pronunciaban sobre él no llegaban a entender la parodia y entraban a juzgar su actuación o a deplorar la fama concedida a semejante espantajo en vez de a un musculoso generador de gorgoritos vocales; es como si el cura y el barbero, en Don Quijote, desaprobaran las aventuras desquiciadas de Alonso Quijano no porque saliera a matar gigantes inexistentes, sino porque se dispusiera a hacerlo con armas oxidadas.

Que una gran parte de esta sociedad, incluyendo aquella que puede acreditar estudios superiores, ni siquiera sea capaz de discernir la ironía y la parodia de trazo grueso, revela hasta qué punto somos proporcionalmente menos inteligentes que los distinguidos nobles europeos de la época de la Ilustración o los burgueses del París decimonónico que paseaban en carruaje por los Campos Elíseos en pos del estreno de la última ópera, o de la actuación del emergente virtuoso del piano.