domingo, 10 de marzo de 2024

La Reina Católica




Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica



Acabo de ver por las redes una hermosa foto de la gran estatua de Isabel la Católica, cortejada por Santiago Abascal y mi amigo Hermann Tertsch, que se encuentra en el Centro de la OEA de Washington, y que es obra del escultor manchego José Luis Sánchez, colaborador en su día de Fisac. La verdad es que hoy es un buen momento de rememorar la figura de Isabel la Católica, que comenzó a reinar, tras su parca coronación en la Iglesia segoviana de San Miguel, en una España que como la actual estaba a punto de desaparecer de la historia de los reinos de Europa. Acto supremo de patriotismo de Abascal sería combatir bajo la bandera incorruptible de esta Reina. Su reino fue el último reino de caballeros de la heroica caballería que había recorrido los caminos de Europa bajo el noble lema virgiliano de “parcere subiectis et debellare superbos”. Y aquellos caballeros que seguían a su alta dama salvaron España, y la convirtieron en la mayor potencia europea iniciando así, paradójicamente, nuestro Renacimiento. A España llegó la primavera en un abril de 1451 en Madrigal de las Altas Torres. Tras la muerte de Enrique IV, que en un principio había reconocido a su hermanastra Isabel en los Toros de Guisando el 19 de septiembre de 1468, consciente de que su hija Juana no era realmente su hija –su segunda mujer, la Reina, lo había engañado con múltiples amantes, pero que a última hora quiso arrepentirse y entronizar a la hija de la Reina adúltera, Castilla comenzaba a estar ocupada de ejércitos de los dos reinos extranjeros fronterizos, Portugal y Francia, que venían a repartirse nuestros despojos. Don Alfonso V, rey de Portugal, había tomado ya la ciudad de Zamora, y los franceses, dirigidos por el duque de Guyena, el hermano y heredero del rey Luis XI de Francia, habían atravesado el Bidasoa, y asediaban la plaza fuerte de Fuenterrabía. Fernando, el marido de la Reina, que compartía con ella la España recién nacida, Tanto Monta, como un don Quijote, primero retó, delgado y atlético, a un duelo al rey de Portugal, gordo y cobarde, que se negó con temblor de piernas, y tras plantarle batalla a diez kilómetros de Toro, ahogó en las aguas del Duero a dos mil portugueses, teniendo el Rey que huir a Portugal con ocho de a caballo. Zamora había sido liberada. Luego marchó Fernando al Bidasoa. Los franceses habían sido rechazados en Fuenterrabía gracias a una gigantesca bombarda que tenían los españoles y que barría filas enteras de galos. Fernando los desbarató en otra batalla en el Bidasoa que obligó a los franceses a volver a casa. Después de echar a nuestros enemigos exteriores, los Reyes Católicos comenzaron a imponer el orden y la paz en el interior del Reino. España entonces vivía en el mayor desbarajuste y anarquía. Se hacían la guerra los nobles unos a otros, secuestrándose como bandidos incluso los hijos para obtener propiedades territoriales. Hasta a la propia niña de la Reina, Isabel, que será reina de Portugal, se la intentó secuestrar en el Alcázar de Segovia para que la Reina Isabel otorgase alguna prebenda a los secuestradores. Andalucía se encontraba prácticamente en guerra civil entre los partidarios del Duque de Cádiz, don Rodrigo Ponce de León, que tenía Jerez de la Frontera en su gobernación, y los del Duque de Medinasidonia, que dominaba por completo la ciudad de Sevilla. Las luchas sangrientas entre el conde de Cabra y el señor de Aguilar clamaban al cielo. La propia Reina Católica tuvo que marchar a Extremadura y meter en cintura a la condesa de Medellín, que dominaba en Mérida. Nadie se aventuraba a viajar por unos caminos llenos de ladrones y salteadores. Las mujeres no salían de sus casas para no ser violadas. Los moros se habían aprovechado del desgobierno de los tiempos del triste rey Enrique IV, y ya no pagaban parias. El rey moro de Granada, Muley Hacén, contestó así a los enviados de los Reyes Católicos: “Los que pagaban parias han muerto y los que las recibían también”. Los turcos tenían todo el oriente y amenazaban las costas italianas con sus bajeles, pudiéndose convertir la Granada mora en la gran cabeza de puente para la conquista de la Europa occidental por parte del otomano. España era un verdadero pandemónium. Todo esto tuvo que ser arreglado por los Reyes Católicos en pocos años a fin de que España no se disolviese a sí misma. Si las victorias sobre los invasores extranjeros fueron obra del genio militar de Fernando, incluso reconocido por el general Fuller, el gran historiador de las batallas del Mundo Occidental, la conquista del orden interno, la paz, la imposición de la ley, la prosperidad y la conversión de España en un estado moderno fueron el gran legado de la Reina Católica. Redujo a la obediencia a todos los nobles y la Santa Hermandad cumplió a la perfección su cometido, ahorcando del primer árbol que hubiere a los que menester fuere de ladrones, salteadores y violadores de mujeres. Organizó un naciente Estado teniendo como funcionarios a los intelectuales de la época; Hernando del Pulgar, Diego de Valera, Beatriz Galindo, o el cura Bernáldez. Una vez coronada reina de Aragón en la seo de San Salvador, de Zaragoza, por el obispo de Huesca, con absoluto respeto a las tradiciones aragonesas, y habiendo recibido de catalanes y valencianos los subsidios solicitados, los Reyes Católicos decidieron terminar la Reconquista con la toma de Granada. Antes enviaron al rey de Nápoles, pariente de Fernando, veintidós naves para defenderse de los turcos que asolaban el sur de Italia. Muerto el viejo sultán de Constantinopla, el nuevo, el belígero Bayaceto, estaba llevando la guerra a las mismas tierras de Austria. Gracias al dinero recaudado por la Reina Isabel por toda España, el marqués de Cádiz reclutó a gente de toda España; daba casa y soldada a los que se apuntaban, y les permitía llevar a sus mujeres, porque la idea de los Reyes era repoblar Granada con españoles cristianos. Y además este mismo don Rodrigo Ponce de León iniciaba las hostilidades tomando la ciudad de Alhama. Un reino recién nacido se abría al Mundo para fecundarlo con sus valores cristianos y el valor de una raza invencible. La princesa Juana se casaría con un hijo del emperador Maximiliano, entrando España en la casa de Austria, y un marino genovés descubriría el Nuevo Mundo con el apoyo financiero que brindaron las joyas de la Reina Isabel. En estos momentos de España, uno de los más bajos y peligrosos desde hace ochenta años, pedimos que el espíritu benigno de aquella Reina valiente e indomable infunda sus bríos e inteligencia a nuestro buen rey Felipe VI.


[El Imparcial]