miércoles, 13 de febrero de 2013

Benedicto XVI no es un hombre de nuestro tiempo

José García Domínguez

Benedicto XVI no es un hombre de su tiempo. Y acaso sea ésa la mayor virtud que de él quepa resaltar. Salta a la vista que no estamos ante alguien del siglo XXI. Ni tampoco de los estertores últimos del XX. Para cualquier observador atento, resulta evidente el anacronismo que transmite su figura toda. Y no únicamente por su condición de intelectual, añejo oficio en extinción, gozosamente sustituido hoy por el sabio magisterio de los cantantes de rock, las estrellas del cine y la televisión, y hasta los futbolistas. El Papa encarna una rémora de otra época por –y sobre todo– esa pertinaz renuencia suya a aceptar el primer mandamiento del marketing estratégico.

El producto debe adaptarse a los gustos y preferencias del consumidor, prescribe, inapelable, la norma suprema que ahora rige la vida social. E igual da que se trate de una lavadora, un champú anticaspa, una ideología política o una religión milenaria. Solo un hombre radicalmente ajeno al espíritu del momento que le ha tocado vivir se sustraería a tal imperativo. Y ese hombre es el papa Ratzinger. A ojos de los guardianes de la Modernidad, Benedicto XVI aparece como un reaccionario por rehuir el alegre eclecticismo que manda elegir los valores morales con el mando a distancia del televisor. Por eso se les antoja un integrista carpetovetónico: porque se niega a diluir en cómodas opciones los imperativos éticos que rigen su concepción de la existencia. He ahí el pecado mortal que no se le perdona: resistirse a amueblar su conciencia con intercambiables estanterías modulares de Ikea.

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