Primera jarra de leche de pantera pimplada por J. B.
Jorge Bustos
Escribo hasta las cejas de leche de pantera, la bebida que Millán-Astray encargó a Chicote –el de verdad, el que regentaba el totémico bar de la Gran Vía– para elevar el ánimo de los novios de la muerte:
—Mira, Perico, necesito que me prepares una bebida refrescante y nutritiva para mis legionarios.
Y Chicote mezcló un litro de leche condensada con otro de ginebra y dos dedos de whisky o vodka, más una cucharadita de pólvora, y lo llamó leche de pantera. La fórmula actual ya no incluye pólvora en virtud probablemente de la Ley de Memoria Histórica, pero entra como batido en garganta de escolar.
El pedo de leche de pantera es un raro, bizarro placer que me doy una vez al año en la sede madrileña de la Hermandad de Caballeros Legionarios, esta vez invitado por mi amiga Eva O’Regan, irlandesa de Cork que en estos momentos acaudilla la portavocía del pelotón spengleriano que acaba salvando la civilización. ¿Qué entendemos por civilización? Y lo que es más importante: ¿todavía merece la pena salvarla? Camus pensaba que el siglo XX inauguró el tiempo en que dar la vida por la patria, ideal tan abstracto para el primermundista ahíto de nihilismo, había pasado para siempre, a consecuencia de lo cual se inventó la OTAN y se profesionalizó el Ejército.
Pero en el comedor de la Hermandad de esta castiza calle de San Nicolás, donde suenan los tiernos acordes del Adeste fideles al mismo tiempo que centellea escandalosamente la insignia rojigualda en cada lienzo de muro, uno no se atreve a hablar de modas pasajeras, valga el pleonasmo, según el aserto de Chanel que definía la moda como aquello que pasa de moda. A uno le presentan coroneles y almirantes en la reserva que se declaran tus lectores y uno no puede reprimir, con semejante capital castrense en el espíritu, ciertas ganas de invadir Polonia, o al menos de sobrevolar en caza la Sagrada Familia.
Nunca pisarán este comedor anacrónico las almas timoratas y cerriles que viven para hacerse perdonar los tragicómicos deslices de la incorrección política, o para subrayar credenciales democráticas que en esta España de complejo freudiano siempre terminan por resultar insuficientes. Pero de los dos modos que caben de ser fascista, el fascista y el antifascista, uno no tiene edad para ninguno de los dos, lo cual vuelve tan aburrida la vida y tan trivial el periodismo. Ha leído uno demasiado como para privarse de ciertas rebeldías por miedo al qué dirán los gilipollas de los dos bandos eternos, así que me van a dejar ustedes que me emborrache marcialmente, descreído y eufórico a ratos, antes de que los mayas nos lleven a todos.
—Mira, Perico, necesito que me prepares una bebida refrescante y nutritiva para mis legionarios.
Y Chicote mezcló un litro de leche condensada con otro de ginebra y dos dedos de whisky o vodka, más una cucharadita de pólvora, y lo llamó leche de pantera. La fórmula actual ya no incluye pólvora en virtud probablemente de la Ley de Memoria Histórica, pero entra como batido en garganta de escolar.
El pedo de leche de pantera es un raro, bizarro placer que me doy una vez al año en la sede madrileña de la Hermandad de Caballeros Legionarios, esta vez invitado por mi amiga Eva O’Regan, irlandesa de Cork que en estos momentos acaudilla la portavocía del pelotón spengleriano que acaba salvando la civilización. ¿Qué entendemos por civilización? Y lo que es más importante: ¿todavía merece la pena salvarla? Camus pensaba que el siglo XX inauguró el tiempo en que dar la vida por la patria, ideal tan abstracto para el primermundista ahíto de nihilismo, había pasado para siempre, a consecuencia de lo cual se inventó la OTAN y se profesionalizó el Ejército.
Pero en el comedor de la Hermandad de esta castiza calle de San Nicolás, donde suenan los tiernos acordes del Adeste fideles al mismo tiempo que centellea escandalosamente la insignia rojigualda en cada lienzo de muro, uno no se atreve a hablar de modas pasajeras, valga el pleonasmo, según el aserto de Chanel que definía la moda como aquello que pasa de moda. A uno le presentan coroneles y almirantes en la reserva que se declaran tus lectores y uno no puede reprimir, con semejante capital castrense en el espíritu, ciertas ganas de invadir Polonia, o al menos de sobrevolar en caza la Sagrada Familia.
Nunca pisarán este comedor anacrónico las almas timoratas y cerriles que viven para hacerse perdonar los tragicómicos deslices de la incorrección política, o para subrayar credenciales democráticas que en esta España de complejo freudiano siempre terminan por resultar insuficientes. Pero de los dos modos que caben de ser fascista, el fascista y el antifascista, uno no tiene edad para ninguno de los dos, lo cual vuelve tan aburrida la vida y tan trivial el periodismo. Ha leído uno demasiado como para privarse de ciertas rebeldías por miedo al qué dirán los gilipollas de los dos bandos eternos, así que me van a dejar ustedes que me emborrache marcialmente, descreído y eufórico a ratos, antes de que los mayas nos lleven a todos.