sábado, 8 de enero de 2011

La Real y San Sebastián

Muñoz Molina, señor de Lindo


Francisco Javier Gómez Izquierdo

Reconozco que a veces me empecino defendiendo causas perdidas, y que, cuando hablo de fútbol, muy pocos son los que me entienden. ¿Cómo es posible que Aramburu, ese jugador de fútbol en el que no hay espectador que repare cuando está en el campo, me sea tan ingrato? ¡¡Que me salga con ésas, con lo que le he defendido!!

Después del Burgos, mi equipo era la Real Sociedad. Estos dos últimos años, los pocos aficionados donostiarras que venían a Córdoba eran agasajados por las peñas de la ciudad con un perol cordobés, al que yo acudía de muy buen grado y donde charlaba animadamente con viejos aficionados. Aizpuru, Raúl, Sistiaga, Olalde, Mendiolea, Azcargorta, Viteri, Eizmendi, los Alcorta... y un largo etcétera dieron lustre al Burgos y me acercaron mucho a la Real y al Athletic. La mili* me llevó a San Sebastián y pude disfrutar de la mejor Real Sociedad de todos los tiempos, gracias a la amistad de unos reclutas guipuchis que nunca llegaron a entender cómo me podía gustar tanto el fútbol. Un portero de Rentería me invitó a un partido mañanero para que apreciara la descomunal clase de un juvenil llamado Sarabia sin sospechar que el desgarbado jugador le iba a colocar media docena de chicharritos. Un paisano de Quintanar que tenía un bar en Loyola me presentó a Arconada y a Idígoras, y el capellán de Ingenieros me facilitó pases para aquella temporada en la que sólo se perdió el último partido en Sevilla. Un partido que costó una Liga.

A mis oídos han llegado nombres de jugadores guipuzcoanos con familiares batasunos e incluso jugadores que regalaban camisetas a presos etarras, pero siempre he separado el fútbol del nacionalismo, por mucho que los nacionalistas se apropien del fútbol. Sé que es difícil de explicar y de entender, pero ya les digo que no me pilla lejos la tierra del Empecinado.
Me ha sentado muy mal la cobardía de los ocho txuri-urdin, y llevo dos días espantando prejuicios sin convencer a nadie, pero les juro que he llegado a disfrutar tanto con Zamora, Diego, Satrústegui y López Ufarte... como con Juanito y Viteri.



* De la mili no se debe hablar, pero siendo la mía tan curiosa, un día de estos voy a contar algo. Muñoz Molina, el escritor de Jaén, escribió Ardor guerrero para perdonar la vida a un brigada borrachín y a algún que otro tenientillo cursilón. A Muñoz Molina le recomendaba un tal Pedro, de Jaén y de mi Cía de Telefonía, para que los domingos por la mañana le dejara llamar por teléfono desde el despacho del teniente Senra. Si Muñoz Molina me hubiera preguntado, posiblemente le hubiera contado muchas cosas que pasaron en aquel 1980 en Loyola. Un Tecol –Ullíbarri-, al que asesinó la Eta, me puso al frente de la Central de Teléfonos y me hizo centinela eterno. En aquel tiempo, un teléfono era poder... Y no había teniente, capitán, e incluso comandante, que no parara un ratito por las noches a charlar con el soldado de la centralita. A veces el soldado se afanaba en buscar al sargento García, que entraba de guardia, llamando a las suripantas más conocidas.