Jorge Bustos
En nuestra época no hay cerebros individuales, sino mass media, que son los que tienen delegadas las funciones de la reflexión. Se habla de la ‘publicidad agresiva’: crearse incluso una mala imagen de marca con tal de que la marca gane visibilidad y fama a raíz del escándalo. La sentencia de Wilde parece inspirar esta práctica: “Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien”. Barthes lo explica en su libro: “Destruir el mito desde dentro resultó extremadamente difícil. El mismo movimiento de desembarazarse de él, cae de inmediato presa del mito: el mito siempre puede, al final, significar la resistencia a sí mismo”.
Así, no me sorprendería descubrir en una calle de Austria un puesto de camisetas estampadas con el retrato del ‘carcelero de Amstetten’, el hombre que secuestró a su hija en el sótano oculto de su propia casa y tuvo con ella varios hijos, a los que igualmente encerró y torturó durante décadas. Por supuesto, las camisetas se agotarían rápidamente. Los friquis se encargarían de su canonización pop.
Este mecanismo publicitario hunde sus raíces en la rebelión cultural de los 60, que en Europa suele circunscribirse simbólicamente a los acontecimientos parisinos de mayo de 1968. En realidad, ni siquiera murió nadie. El gobierno untó a los líderes sindicales y compró la paz social. Fueron unas jornadas de novillos generalizados que los chicos burgueses excusaron con grandes palabras y un mito subyacente: la idealización del obrero asumida por el estudiante, acomplejado por su falta de compromiso con la causa comunista que entonces llegaba a Francia -también a España- tamizada por una aureola romántica. El mismo procedimiento mitificador aplicaron autores como Walter Scott o Alejandro Dumas a la figura del forajido Robin Hood, por ejemplo. Y antes Homero a los guerreros griegos primitivos. Sin la roja insignia del valor, los estudiantes se avergonzaban de poder dormir calientes y comer en abundancia; aunque no sospechaban que el obrero luchaba nada más que por manta y comida, y que en cuanto las tuvo se convirtió en neoburgués revanchista, o sea, Stalin.
En todo caso, la comunicación pública a base de consignas experimentó en esos días una importante catálisis, y hoy sus tesis siguen surtiendo de ingenuos y sonrosados lemas a las campañas publicitarias. El silogismo fue derrotado por el efectismo verbal. El argumento, por el poema cursi.
En nuestra época no hay cerebros individuales, sino mass media, que son los que tienen delegadas las funciones de la reflexión. Se habla de la ‘publicidad agresiva’: crearse incluso una mala imagen de marca con tal de que la marca gane visibilidad y fama a raíz del escándalo. La sentencia de Wilde parece inspirar esta práctica: “Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien”. Barthes lo explica en su libro: “Destruir el mito desde dentro resultó extremadamente difícil. El mismo movimiento de desembarazarse de él, cae de inmediato presa del mito: el mito siempre puede, al final, significar la resistencia a sí mismo”.
Así, no me sorprendería descubrir en una calle de Austria un puesto de camisetas estampadas con el retrato del ‘carcelero de Amstetten’, el hombre que secuestró a su hija en el sótano oculto de su propia casa y tuvo con ella varios hijos, a los que igualmente encerró y torturó durante décadas. Por supuesto, las camisetas se agotarían rápidamente. Los friquis se encargarían de su canonización pop.
Este mecanismo publicitario hunde sus raíces en la rebelión cultural de los 60, que en Europa suele circunscribirse simbólicamente a los acontecimientos parisinos de mayo de 1968. En realidad, ni siquiera murió nadie. El gobierno untó a los líderes sindicales y compró la paz social. Fueron unas jornadas de novillos generalizados que los chicos burgueses excusaron con grandes palabras y un mito subyacente: la idealización del obrero asumida por el estudiante, acomplejado por su falta de compromiso con la causa comunista que entonces llegaba a Francia -también a España- tamizada por una aureola romántica. El mismo procedimiento mitificador aplicaron autores como Walter Scott o Alejandro Dumas a la figura del forajido Robin Hood, por ejemplo. Y antes Homero a los guerreros griegos primitivos. Sin la roja insignia del valor, los estudiantes se avergonzaban de poder dormir calientes y comer en abundancia; aunque no sospechaban que el obrero luchaba nada más que por manta y comida, y que en cuanto las tuvo se convirtió en neoburgués revanchista, o sea, Stalin.
En todo caso, la comunicación pública a base de consignas experimentó en esos días una importante catálisis, y hoy sus tesis siguen surtiendo de ingenuos y sonrosados lemas a las campañas publicitarias. El silogismo fue derrotado por el efectismo verbal. El argumento, por el poema cursi.