Jorge Bustos
La posmodernidad ha instalado a la ‘ciudad de la luz’ en la vivencia de una paradoja fundamental. Aquello que distingue a París es justo aquello que París odia, y a ambas operaciones sentimentales debe su prestigio mundial, por no hablar del turismo. Todo lo que llevó a París a ser el centro cultural del planeta fue construido, edificado, emprendido y fomentado durante los años del imperio hegemónico de la burguesía decimonónica y primisecular hasta la Gran Guerra. El urbanismo, la ópera, la gastronomía, la jardinería, los institutos científicos y las sociedades artísticas, la aplicación práctica y por extenso de las conquistas de la Ilustración fue acometida por hombres conservadores, blancos y profundamente orgullosos de su elitismo, como en cualquier parte de Europa y EE.UU., por otro lado, en esa época. Fueron los pintores de Montmartre y los poetas simbolistas de la bohemia de entresiglos los que, desde su vanguardismo nuevamente burgués, configuraron sin buscarlo la primera autocrítica nacional, cuyo legado puramente estético fue traducido política y mediáticamente por los estudiantes, nuevamente burgueses jugando a malditos, de mayo de 1968. Hoy, el mito de París como tierra prometida de malditismo artístico -“Voy a París a escribir una novela, que allí me saldrá bien”- sigue funcionando y atrayendo a estudiantes de todo el mundo, singularmente de la sensible Latinoamérica. En París parece obligatorio ser escritor, fotógrafo o cosa por el estilo, porque allí hasta los vagabundos recitan versos, se diría. Ahora, los supuestos indies de medio mundo que viven de alquiler en la capital gala lamentan que Sarkozy vaya a acabar con el vergel de libertades sociales y exuberancia cultural de París, identidad que juzgan una conquista de la izquierda. Sin embargo, Hugo, Pasteur, Foucault (el astrofísico que con su péndulo probó el movimiento de rotación de la Tierra), los urbanistas de Napoleón III, Flaubert, Renoir, Baudelaire (también) y De Gaulle eran consumados burgueses. Lo era igualmente Sartre, de hecho, y todos sus estudiantes atrincherados. Así, a nuestros pijoprogres de Malasaña y Gran Vía los llaman, en el París de Las Halles y el barrio latino, los “bo-bo” (bourgeois-bohémiens): gozan de una posición desahogada pero ponen los ojos en blanco tras pagar la cara entrada de ese espectáculo anticapitalista y antieurocentrista de cánticos swahilis tradicionales que oferta tal o cual teatro, cuyo programador anda ansioso por sacudirse el estigma conservador que infama el repertorio de la belle époque. Un amigo español, profesor en la Sorbona y ya con años de residencia en la ciudad, me confirma que el clasismo parisién se manifiesta relampagueante en cuanto alguien contesta a la pregunta: ¿En qué distrito vives? Porque todos saben que tal número o tal otro corresponde a un Salamanca, o bien a un Usera. O sea, que por debajo de la cosmética integración racial, encontramos los mismos atavismos de identidad pobre o rica diagnosticados por Marx. Lo mismo sucede en cualquier gran metrópoli moderna.
La posmodernidad ha instalado a la ‘ciudad de la luz’ en la vivencia de una paradoja fundamental. Aquello que distingue a París es justo aquello que París odia, y a ambas operaciones sentimentales debe su prestigio mundial, por no hablar del turismo. Todo lo que llevó a París a ser el centro cultural del planeta fue construido, edificado, emprendido y fomentado durante los años del imperio hegemónico de la burguesía decimonónica y primisecular hasta la Gran Guerra. El urbanismo, la ópera, la gastronomía, la jardinería, los institutos científicos y las sociedades artísticas, la aplicación práctica y por extenso de las conquistas de la Ilustración fue acometida por hombres conservadores, blancos y profundamente orgullosos de su elitismo, como en cualquier parte de Europa y EE.UU., por otro lado, en esa época. Fueron los pintores de Montmartre y los poetas simbolistas de la bohemia de entresiglos los que, desde su vanguardismo nuevamente burgués, configuraron sin buscarlo la primera autocrítica nacional, cuyo legado puramente estético fue traducido política y mediáticamente por los estudiantes, nuevamente burgueses jugando a malditos, de mayo de 1968. Hoy, el mito de París como tierra prometida de malditismo artístico -“Voy a París a escribir una novela, que allí me saldrá bien”- sigue funcionando y atrayendo a estudiantes de todo el mundo, singularmente de la sensible Latinoamérica. En París parece obligatorio ser escritor, fotógrafo o cosa por el estilo, porque allí hasta los vagabundos recitan versos, se diría. Ahora, los supuestos indies de medio mundo que viven de alquiler en la capital gala lamentan que Sarkozy vaya a acabar con el vergel de libertades sociales y exuberancia cultural de París, identidad que juzgan una conquista de la izquierda. Sin embargo, Hugo, Pasteur, Foucault (el astrofísico que con su péndulo probó el movimiento de rotación de la Tierra), los urbanistas de Napoleón III, Flaubert, Renoir, Baudelaire (también) y De Gaulle eran consumados burgueses. Lo era igualmente Sartre, de hecho, y todos sus estudiantes atrincherados. Así, a nuestros pijoprogres de Malasaña y Gran Vía los llaman, en el París de Las Halles y el barrio latino, los “bo-bo” (bourgeois-bohémiens): gozan de una posición desahogada pero ponen los ojos en blanco tras pagar la cara entrada de ese espectáculo anticapitalista y antieurocentrista de cánticos swahilis tradicionales que oferta tal o cual teatro, cuyo programador anda ansioso por sacudirse el estigma conservador que infama el repertorio de la belle époque. Un amigo español, profesor en la Sorbona y ya con años de residencia en la ciudad, me confirma que el clasismo parisién se manifiesta relampagueante en cuanto alguien contesta a la pregunta: ¿En qué distrito vives? Porque todos saben que tal número o tal otro corresponde a un Salamanca, o bien a un Usera. O sea, que por debajo de la cosmética integración racial, encontramos los mismos atavismos de identidad pobre o rica diagnosticados por Marx. Lo mismo sucede en cualquier gran metrópoli moderna.