miércoles, 6 de octubre de 2010

Una enmienda a la cultura pop, 1

Scipione Borghese


Jorge Bustos


El arte nunca ha sido democrático. Y sólo cuando ha empezado a serlo, ha dejado de ser arte. No quiere esto decir que el mero hecho de que un artista resulte indescifrable lo convierta en un genio. En todo caso, hubo una época, la que media entre los filólogos alejandrinos del siglo III a.C. y la consolidación –a partir de los años 60 y hasta nuestros días: la posmodernidad– de la cultura como industria y de la hegemónica clase media como consumidor poco cualificado, en que la función crítica se ejercía con un saludable desparpajo elitista y más o menos independiente. En nuestras sociedades del espectáculo sigue habiendo algún que otro crítico valiente y culto, pero no suele dejársele hablar muy alto. Los demás son publicistas.

El arte se ha vendido y comprado siempre. Miguel Ángel no esculpía gratis, ni Velázquez retrataba por puro gusto, ni Cervantes pudo publicar su famosa novela sin adular bajunamente al noble de turno. Lo que sucede es que hoy no hay nobles, ni reyes, ni papas y cardenales expertos y sofisticados como Julio II o Scipione Borghese, sino una gran multitud de personas que compran entradas de cine o libros en las grandes superficies y que no han podido dedicar años al cultivo de su gusto porque tienen que trabajar ocho horas diarias para ganar el sueldo mediano del que extraerán la cuota dedicada a eso que se llama ocio personal y que engloba en nuestros días toda la variedad de la experiencia estética. Y sobre todo, carecen de formación porque sus padres fueron iguales que ellos, y la biblioteca excepcional o el conservatorio quizá no entraban entre las prioridades de la somera economía familiar. Y otro tanto harán con sus hijos. Esto es la cultura en la democracia contemporánea.

Es justo reconocer que el sistema de prosperidad y libertades civiles que rige en un país como España permite cosas tan previas y perentorias al disfrute de un cuadro como comer todos los días y no ser represaliado por escribir contra un alcalde, más o menos. Y es justo reconocer también que hoy salen sabios y buenos escritores que no han nacido precisamente de padres ricos -tampoco de padres pobres, digámoslo todo, porque uno pasea por los suburbios madrileños y no tropieza con un Baudelaire castizo en cada esquina-, lo que quiere decir que el que tiene suerte y entra en contacto de niño con ese libro iluminador que desata una vocación, tiene el camino hacia la excelencia mucho más despejado que en los tiempos en que los libros se imprimían a mano. Ésta es la parte buena de la prosperidad tecnológica.