lunes, 22 de febrero de 2010

VANGUARDIAS

La importancia de llamarse Eugenio



Jon Juaristi

abc.es

Supe de la protesta de la Embajada de Israel por la exhibición en ARCO 2010 de las esculturas antisemitas de Eugenio Merino antes de verlas con mis propios ojos. Es obvio que a la Embajada no se le ha dejado otra salida que manifestar su protesta, así como que alguien debería explicar cómo ARCO permite que le cuelen un ninot redomadamente hortera y un chiste visual más viejo que los de Jaimito, porque ninguno de dichos bodrios resulta siquiera original. Ambos están tomados de los tópicos más frecuentados por los humoristas gráficos de la, por supuesto, muy libre y nunca manipulada prensa de los países islámicos, que abastece a los pintamonas neonazis y progres de nuestra civilización crepuscular.

Alguien, en efecto, debería explicarlo, y explicar también por qué no se han retirado todavía las mencionadas esculturas, pero ni se retirarán ni se explicará nada, y lo peor es que la Embajada de Israel se ha visto obligada a participar en un montaje previsto por Merino y sus compinches, pues hay en el ramo un determinado tipo de negociante desaprensivo que ha aprendido a producir y rentabilizar lo que podríamos llamar escándalo marginal o residual. En la edad heroica de las vanguardias, los artistas buscaban ofender a la sociedad burguesa, y muchas veces lo conseguían, si bien, como observó uno de los últimos vanguardistas auténticos, el poeta italiano Edoardo Sanguinetti, se las arreglaban para introducir en sus provocaciones ciertos guiños condescendientes o concesiones subliminales al público filisteo, toda vez que sólo éste podía comprar sus obras. Con el tiempo, la clientela burguesa se aficionó de tal forma a la provocación dosificada que la vanguardia rupturista devino convención dominante y la revolución pasó a ser, nunca mejor dicho, pieza de museo.

A partir de entonces, a los trepas del mercado artístico les ha resultado imposible suscitar verdaderos escándalos sociales, y se han tenido que conformar con sucedáneos administrativos. Las embajadas, en este sentido, dan cierto juego. En la Bienal de Venecia de 2003, Santiago Sierra presentó, como instalación de vanguardia, un muro que impedía el ingreso en pabellón español. Sólo se podía acceder al interior -bastante cutre, dicho sea de paso- a través de una puerta guardada por falsos policías que exigían a los visitantes el pasaporte o el DNI españoles. Se trataba, según Sierra, de una crítica a las políticas de emigración y extranjería del mismo gobierno que le pagaba la gamberrada. El efecto político se vino abajo cuando una turista peruana, residente en España, exigió ser admitida en el recinto apelando al tratado de Schengen. Pero apareció entonces, oportunamente, el embajador de España en Roma, don José Carvajal, al que se le había olvidado la documentación en casa. Los guardias lo sacaron a empellones, el embajador montó el consiguiente pollo, y Sierra salvó la temporada.

El provocador de hoy no asume riesgos. La toma con los indefensos o con los lejanos, y, si acaso, prefabrica algún incidente diplomático de poca monta. Merino se sabe a resguardo de inconvenientes graves mientras se limite a exponer en IFEMA y no trate de repetir la gracia pongamos que en Nueva York, donde cosecharía contundentes y merecidos guantazos. Aquí puede incluso permitirse declarar que ha vendido su basurilla a una judía belga por cuarenta y cinco mil de vellón, porque el personal aprecia esos rasgos complementarios de humor (o sea, mira si serán masoquistas los judíos, que los insultas y te aplauden). En fin, al lado de estos vanguardistas intrépidos, los toreros de salón parecerían samurais.