Jean Palette-Cazajus
Mi intención era dedicarle un momento de atención al “Jueves de Muret” (12 de septiembre de 1213). Aquel día, cerca de Toulouse, se dio una batalla decisiva que opuso las tropas de Simón IV de Montfort, lugarteniente del rey de Francia, a las tropas coaligadas de Pedro II de Aragón y el conde Raimundo VI de Toulouse en el inicio de la cruzada contra los Cátaros. La derrota de las tropas meridionales significó una reorientación radical de la política de los reyes de la Corona de Aragón, más centrada a partir de entonces hacia una política peninsular que truncó la posibilidad de un reino “occitano-provenzal-catalán” que hubiese cambiado sin duda los destinos de Francia y España. El recuerdo de la batalla de Muret se cierne sobre la amarga actualidad de estos días. Volveremos sobre tan significativas fechas. El caso es que la imposibilidad de cumplir hoy sus compromisos por parte del maestro titular de esta cátedra, me obliga a asumir, brutal e inmediatamente, las ingratas tareas de sobresaliente, recién llegado de Francia y nada “placeado”. Cambio pues el jueves de Muret por el jueves de los Fuente Ymbro. Y héteme aquí aterrizado en la entrañable y terrible andanada del 9.
Llego tarde, azorado y sudoroso en plena suerte de varas del primero de la tarde. Necesito unos minutos para librarme de una distante sensación de guiri ontológico, mareado por la fundamental extrañeza de la vivencia de los toros. Recupero por fin mis reflejos de añejo morador del cemento de Las Ventas a tiempo para percibir los estertores de la insulsa pelea del poco aparatoso ejemplar de prosapia Domecq frente a la acorazada de montar, como decían mis antepasados de la crítica cutrilla. Frente a este discreto ejemplar, Morenito de Aranda demostrará una espectacular desconfianza pronto detectada por el animalito, que se crece, se convierte en pegajoso, perseguidor y buscapiés. El desbordado torero se cobra una venganza catalana mediante torpe pinchazo y media estocada tan caída como atravesada.
El ejemplar segundo aparece como cansino y nada demuestra en varas a imagen de su predecesor. Se emplea más de lo esperado en banderillas permitiendo que Tomás López y Fernando Sánchez pareen correctamente. La revelada bondad del toro le permite a Joselito Adame relamerse en un amanerado y zalamero inicio de faena. Luego las cosas cambian. A la hora de la verdad llegan posturitas y trallazos, toreo filibustero, descolocado y retorcido, pirateo del toreo auténtico, falsificación sin rematar, copia del toreo de marca para manteros desnutridos. Adame y su muleta de guardia de tráfico solo señalan la línea recta. Al final la generosidad del toro le facilita una secuencia aceitosa, genuflexa y amanerada. De postre un infame y alevoso bajonazo. Así y todo, la petición de oreja es importante y propicia una patética vuelta al ruedo. Detrás de mí una niña de seis años, deliciosa y redicha no para de radiar la corrida: “Hay sangre mamá” exclama, no excesivamente impresionada.
Román recibe al tercero con unas gaoneras laterales ceñidísimas. En cada pasada del bicho el torero mete el estómago frustrándole en cada ocasión al pitón lo que ya pensaba tener rebanado. El inicio de faena tiene empaque y soltura, luego… luego suena la voz del heraldo de la andanada: “¡Tauromaquia juliana! ¡Qué daño ha hecho!”. Menos perentoria pero, eso sí, educada suena estotra súplica: “¡Pero crúcese Usted un poquito”. El joven temerario sale atropellado. A la hora de matar expone muchísimo para una estocada que sale sincera, trasera y tendida. Tras la cual, sañuda persecución olímpica del toro tras el torero por todo el ancho del redondel. La actuación de Román fue una versión mejorada del anterior ejercicio “adámico”: cayó lógicamente la oreja. Andrés de Miguel justificaba sus morigerados aplausos durante la vuelta al ruedo: “Me gusta su tipo de valor y la distancia que da a los toros”. Conste aquí su valiosa aportación a la colectiva labor crítica.
El cuarto amanece huidizo y terminará picado en el caballo de puerta. Buen primer par de Andrés Revuelta y mejor todavía el segundo, levantando los brazos con soltura y gallardía. Pronto pierde el toro los cuartos traseros. “¡Casi se ha matado!” exclama despiadada la locutora de seis años. Digno y aseado Morenito a quien le ha tocado esta tarde bailar con la más fea. La niña se muestra perspicaz: “Este chico es el más importante”. Pero nada puede hacer el “chico importante” con semejante lote. Estocada pulcra y delantera que basta. Al menos suena “Tercio de quites” uno de los pocos pasodobles modernos con alma torera. Tampoco es cuestión de que pueda disfrutar tranquilamente de sus compases. Me cuesta un montón concentrarme en mis labores críticas. A mi izquierda un señor italiano está empeñado tras la muerte de cada toro en que yo le confirme si el torero ha sido “bravo” o no. La primera vez a punto estoy de explicarle que al toro es a quien le toca ser bravo y no al torero. Claro que en la lengua de Dante “bravo” significa “bueno”, pero mi italiano otrora decente ha degenerado de tal manera que debo renunciar a explicarle al vecino el peliagudo concepto de bravura en los toros. En francés “un brave homme” es una buena persona y “un homme brave”, un hombre valiente. Misterios de la bravura.
El colorado quinto también sale abanto. Una tanda de malas copias de verónicas adámicas antecede una triste suerte de varas en total armonía con la general tónica de la tarde. “Muchos personajes están aquí” censura la niña de seis años indignada por la concentración excesiva de lidiadores. Miguel Martín coloca un buen par. Replicado por Fernando Sánchez con su habitual chulería. Pero el segundo par de Miguel Martín raya a gran altura y levanta al público. El toro entre descompuesto y caramelo a la violeta acepta su deslucido destino a manos de Joselito Adame. ¿A quién me recuerda este torero? me pregunto de repente ¿a quién? ¡Tate! ¡Caigo! A Leopoldo Fregoli o a su actual sucesor, también italiano, Arturo Brachetti, capaz de cambiar de traje o de personaje a una velocidad supersónica. En menos tiempo que necesito para contarlo Adame es capaz de instrumentar un natural, un derechazo, un molinete, uno de pecho, un pase cambiado ¿qué sé yo? Todo iniciado, todo abortado, todo sin rematar, todo casi coincidente y superpuesto. A la hora de matar, se sale escorada y descaradamente de la suerte. El resultado es lógico, el asesinato más ruin de la tarde.
La lidia del agalgado y cariavacado sexto transcurre anodina y anómica hasta que lleguen dos pares de banderillas. El interés del primero es esencialmente geopolítico puesto que lo obra un banderillero de fucsia y azabache nombrado Hazem al Masri, “El Sirio”. El segundo, de corte más taurino, resultó muy honrado y comprometido a cargo de un Raúl Martí literalmente encunado. El inicio de faena de Román es excelente, hay temple, soltura y sensualidad insolente. Luego viene una tanda con la izquierda algo barroca pero rematada atrás, colocada y templada. Con la derecha, en cambio, extraño y descarado regreso al peor toreo “ajulianado”, entreverado con pases cambiados y pases de pecho de un barroquismo hondo y descarado. Este hombre debe de militar en la CUP. No se entiende de otra manera esta falta total de respeto por la estructura institucional del toreo y por las necesidades de la construcción de la faena. “C’est du grand n’importe quoi” se suele decir en francés, “un gran cualquier cosa”. En este toreo “rockerizado” sale de todo como en botica, lo peor y a veces un poco de lo mejor. Se vuelca con tal impetuosidad en la cara del toro que el metisaca cae en la riñonera del bicho. Nueva estocada y descabello.
Los toros segundo y tercero tuvieron su cosilla. Al quinto y al sexto, no desprovistos de interés les pudo la falta de casta. Pero lo mejor de la tarde fue para mí la brillantísima pregunta a su madre de mi jovencísima colega seisañera en cuestiones de filosofía taurina: “¿Y si el toro mata al torero le ponen a él los cuernos aquí?” (señalándose la frente). A un paso está la tierna niñita de entender lo fundamental: la muerte del toro es naturaleza, la muerte del torero es tragedia. No hay reversibilidad ni parangón posibles. La fiesta de los toros establece la jerarquía fundamental que hace posible la dignidad humana.