jueves, 10 de febrero de 2011

Oporto o la probabilidad de que Baco sea portugués

La alberca del The Yeatman

A Oporto no le hacía ninguna falta que la Unesco declarara su centro histórico Patrimonio de la Humanidad en 1996 para saberse poseedora de una belleza profunda y antigua, tan segura de sí misma que no necesita adecentarse las fachadas para ejercer su desdeñosa seducción. Sin embargo, ciertamente es ahora cuando el turismo internacional vuelve sus ojos a la perla lusa abrazada por el fértil Duero, lonja del mejor bacalao, dédalo callejero con súbitas apariciones barrocas, ribera polícroma donde amarran embarcaciones de época o prueban fortuna pescadores melancólicos y –acaso su más poderoso atractivo– demarcación vínica decana en este planeta.

Entre los nuevos hoteles que en los últimos años se han construido en Oporto para dar cauce a su floreciente industria turística destaca uno muy especial. El temor higiénico a caer en la propaganda se disipa cuando el turista –que ha de ser un turista adinerado para poder pagar la habitación más barata: 300 euros–, al alojarse en una de las suntuosas suites de The Yeatman, empieza a sentirse como un lord inglés en plena época colonial, de esos que mientras bebían una copa y leían a William Makepeace Thackeray acariciaban la testa de un fiel labrador tendido sobre la alfombra india.

Costa

Abierto en agosto de 2010, este privilegiado establecimiento se levanta sobre la colina de Vila Nova de Gaia que lame el Duero, justo enfrente del centro histórico. Las 80 estancias de que consta el primer hotel vinícola de lujo construido en Portugal ofrecen, todas y cada una, vistas de postal al río, porque sus aristocráticos promotores británicos, pudiendo construir 300 habitaciones y ganar más dinero, prefirieron apostar resueltamente por el distinguido confort que procura un amplio plano horizontal cuyas suites se desparraman en terrazas ladera abajo, a imitación de la peculiar orografía escalonada de las vides del Duero. Su negocio no se reduce a proporcionar un lujoso alojamiento a hombres de negocios, sino que aspira a ilustrar al huésped en la centenaria cultura del vino de Oporto.

Todo en The Yeatman desprende una saludable demofobia con sabor a buen vino. Cada habitación viene patrocinada y decorada por una denominación de origen diferente. Uno puede recorrer los silenciosos pasillos –enmoquetados como para amortiguar una cabalgada de Adebayor– camino de una sesión de vinoterapia, que no consiste en cegarse a base de tawnys sino en unos masajes con ungüentos que explotan las propiedades antioxidantes de la uva y que operan unas amabilísimas señoritas portuguesas las cuales no tardan en disipar nuestro natural recelo al aguardiolamiento. Uno puede relajarse en la piscina de interior con un té en la mano, o bien fumar –¡sí, fumar!– un cigarro en la biblioteca, acompañado por retratos al óleo de viejos nobles o estampas de caza con galgo. Los jueves se organiza una cena vínica, que consiste en invitar cada vez a un productor distinto de oporto que presenta su producto ante una selecta concurrencia de 50 personas exactamente. En la cocina, el chef Ricardo Costa, con una estrella Michelin y todo, se esfuerza por que cada una de sus creaciones combine armoniosamente con cada blanco o tinto que diligentemente van sacando los camareros. Ya se sabe que los cocineros vanguardistas no sacian, sino que crean, y esta escasez de chicha en platos desatadamente geniales constituiría la única pega que ponerle a la estancia, pero si hay un Álvaro Siza en los parques bien puede haber un Ricardo Costa en los fogones, que al fin y al cabo no todos pueden ser como Mourinho. La carta de vinos contiene 1.500 marcas diferentes, y el propio hotel dispone de unas bodegas que se pueden visitar tanto tiempo como uno necesite para darse cuenta de que nunca sabrá lo suficiente sobre vinos, si no es que, como opina José Ramón Márquez, en esto de la enología sobra bastante pedante de fenicia intención.

El huésped de The Yeatman no debe ahorrarse tampoco la visita guiada por alguna de las bodegas de vino que se extienden al pie del hotel desde hace siglos, todas propiedad de familias inglesas de mucha prosapia, que para eso fueron ellos los que descubrieron cómo fabricar y comercializar el oporto en el siglo XVII y no se han movido de esta orilla desde entonces. El recorrido entre la penumbra de las enormes hileras de toneles, donde va envejeciendo pacientemente el preciado licor, concluye de la mejor forma posible: con una cata que sabe a madera, a miel, a tierra, a sol y a río.

Esta curva de ballesta parece mejor trazada que la de Soria