domingo, 8 de enero de 2023

Remembranzas Trevijanistas XXXVII



MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica


La teoría política de lo que Antonio bautizó como “libertad política colectiva” se fundamenta en la metafísica leibniciana. Para Leibniz cada sustancia se relaciona con el resto del Universo; lo constituye al mismo y es constituido por él mismo. Las sustancias no son más que el Universo constituido por sus relaciones. En cada individuo hay algo de infinito; por ello toda mente es omnisciente, aunque de manera confusa. La infinitud confusa que llena la mente de cada uno es la materia metafísica. El infinito lo envuelve todo en la Naturaleza, y en todas las sustancias hay algo de infinito. Del mismo modo, en la comunidad del hombre existe libertad sólo si la hay para todos los individuos. La libertad de cada uno constituye la libertad de todos, y la libertad de todos constituye la de cada uno. Por eso nadie es libre si no lo son los demás, nadie es libre si no lo son todos, y se es más libre cuanto más lo son los demás. Recordemos “el todo está en todo” de Anaxágoras. Un concepto metafísico traído a la práctica política. Sólo este concepto metafísico de libertad, de juego entre la individuación y la individualidad, hace a Trevijano objeto de meditación de primer orden. Su teoría política dilata y transforma el espacio vital (y social) en una obra de libertad. Sus reflexiones sobre individualidad e individuación de Leibniz son básicas para comprender su teoría de la libertad política colectiva. Hay que tener en cuenta que en Leibniz el individuo como mónada no coincide con el individuo como ser humano entero o ciudadano, dado que cada ciudadano está constituido por una pluralidad de mónadas, aunque una sea la dominante. En un solo cuerpo hay muchos individuos o mónadas. Del mismo modo que en un solo cuerpo humano o ciudadano hay muchas mónadas o individuos, de suerte que un hombre es una sociedad de mónadas, la sociedad propiamente dicha, la agrupación de hombres, es una sociedad de sociedades. Las mónadas que nos son comunes a todos los hombres, y que están subordinadas a las mónadas dominantes, explican nuestra sociabilidad y nuestra naturaleza política. Es así que el hombre es esencialmente político, metafísicamente hablando. Cuando Leibniz se atreve a decir que la mónada no es para sí misma sino para las demás; cuando se atreve a decir que el individuo es parte del universo único, y que por tanto pertenece a todos los demás, Trevijano infiere que la libertad de todos sostiene y produce la libertad política colectiva. La libertad política colectiva no puede ser social sin ser individual, ni puede ser individual sin ser social.

La transcendental obra política de Antonio García-Trevijano constituye una Scientia Generalis Politica, entendida como vademécum o prontuario para ayudar a conseguir no sólo la libertad política colectiva, sino también para mantenerla y protegerla frente a sus enemigos, y no hay que entenderla como una enciclopedia china, la Enciclopedia Británica, una Pauly Wissowa o el Espasa de la Democracia. Es un catecismo mecánico práctico de la causa de la libertad que puede acomodarse a cualquier circunstancia histórica o tipo de sociedad. Todas las ideologías, mundivisiones o sentires caben en la libertad política colectiva. Es verdad que la Historia Universal es muy variopinta por fuera, pero los movimientos reales básicos de la vida social son los mismos desde que la inteligencia racional se hizo cargo de ellos. El respeto a la realidad vigente es un fundamento operativo. Cada mónada se caracteriza por tener su propia visión del mundo, que es complementaria, pero no idéntica a la de las demás mónadas de la serie de mónadas creadas. Todas son armonizables mediante el bien común a todas las perspectivas.

Trevijano recordó siempre que el artista “clásico”, tanto del mundo grecolatino como del Renacimiento, era un artista eminentemente popular. Prácticamente hasta el siglo XIX el creador plástico era un héroe popular, un líder demopédico, cuyas presentaciones artísticas constituían verdaderas fiestas populares, algunas incluso de índole nacional. Cuando el artista clásico acababa una obra, la presentación y exposición de la misma podían congregar a millares de paisanos del artista. En solemnes “pómpai”, como civiles “embatêría” con ritmo anapéstico, el pueblo desfilaba admirando y portando las esculturas de Policleto, Fidias, Cresilas, Eradmon, Alcámenes, Naucides, Cleón de Sición, Antífanes, Periclito, Cánaco de Sición, Atenodoro, Dameas, Asopodoro, Alexis, Arístides, Alipo, Patrocles, Dédalo, Lisipo, Praxíteles, Mirón, Escopas, Agesandro, Polidoro, Atenodoro, y de tantos otros genios transparentes e inteligibles para una ciudadanía conmocionada y educada por la belleza. Lo mismo pasará en la Florencia del Renacimiento con las obras de Donatello. La historia de la pintura de la época clásica se inicia con el retorno triunfante de los atenienses a su ciudad, arrasada por la barbarie persa el verano del 479, finalizadas ya exitosamente las principales operaciones de las Guerras Médicas. En los nuevos ceramógrafos se perfila la tendencia a salirse de las limitaciones técnicas de las vasijas, para imitar los logros de la gran pintura mural desaparecida. La viva imaginación del pueblo ateniense ve en el saqueo de su Acrópolis las luctuosas imágenes de la “Ilioupersis”, de Arctino, y el Pintor de Cleofrades, que bebía el mismo vino de las tabernas que el pueblo, en la portentosa “hydría” de Nola presenta una visión piadosa de los troyanos vencidos. Los gestos violentos de los aqueos contrastan con la calma del grupo real encabezado por Príamo, casi confrontando el clamor de la batalla con el silencio de la muerte. El sufrimiento padecido por el pueblo de Atenas se solidarizó de forma grandiosa con los troyanos vencidos ochocientos años antes, según cómputo de Heródoto. Y el extraordinario pintor de Cleofrades fue fiel intérprete del sentimiento ateniense. Esta joya artística revela una interdependencia absoluta entre la cultura y el arte, y la política y la moral. Era la época en que el artista era un líder popular en cuanto comulgaba totalmente con el sentir más hondo del pueblo y sus anhelos estéticos. Las “mierdas pinchadas en un palo” del estafador e ignaro arte modernitario sólo aparecen cuando el artista ha dejado de beber el mismo vino que su pueblo y expresa lo que la clase dominante quiere, esto es, lo ininteligible. El mejor modo de eternizar el mal desaprensivo y la injusticia.

[El Imparcial]