miércoles, 23 de diciembre de 2015

Edith Piaf tiene cien años. Los lleva mejor que Francia



 Jean Palette-Cazajus

El 26 de abril de 1961, los paracaidistas del 1° REP abandonaban la Delegacion del Gobierno en Argel que habían ocupado el 21. No voy a glosar aquella loca intentona golpista, aquel «pronunciamiento» , dijo De Gaulle con pronunciación gabacha, definiéndolo como un triste episodio bananero.

Tocados con las famosas gorras Bigeard que afilaban su mirada de lobos hambrientos, salieron lentamente entonando a coro «Non, rien de rien, non je ne regrette rien», canción mítica, entonces recién grabada por Piaf que, precisamente, la había dedicado a la Legión. «No, no me arrepiento de nada». Fueron chulos y peligrosos, pero eran románticos.



Mientras el ave fénix alemana resurgía prontamente de las ruinas, Francia se atascaba durante 16 años en guerras coloniales. Ocho años para el desastre indochino, ocho para la pesadilla argelina. Demasiado joven para entender todo aquello, me ufano, sin embargo, de haber entendido inmediatamente el carácter excepcional de la generación de cantantes que iluminaron aquella dura época y acompañaron toda mi juventud.

Brassens, Brel, Barbara, Ferré, Montand, Aznavour, Juliette Gréco, Guy Béart, Catherine Sauvage, Jean Ferrat, la exquisita Anne Sylvestre, luego el quebecqués Félix Leclerc, Serge Reggiani, Claude Nougaro. Y los que se quedaron en un segundo plano, inmerecido, como la dulce Cora Vaucaire, la truculenta Colette Renard, el lírico Mouloudji. Y los que me dejo en el tintero.

Aparte, brillante y solitaria como el lucero del alba, irradiaba Edith. Con un pie todavía en el París popular de putas y acordeones, el otro en la nueva generación, pero siempre única e inalcanzable. Este 19 de Diciembre celebrábamos el centenario de su nacimiento.


Como los golpistas de Argel, tenía yo también la cabeza poblada de canciones. La Chanson Française era, en cada caso, una voz y un estilo propio que emanaban de un cuerpo particular, al servicio de letras casi siempre excelentes, variadas o sorprendentes, portadas por melodías raras veces intrascendentes. El acompañamiento podía ser minimalista, como en el caso de Brasssens, o movilizar una estupenda banda de jazz, como en el caso de Montand. Jamás castigaba la canción.

Por aquellos años empezó también mi pasión por el Jazz. Nunca llegué a pensar que ambos modos de expresión pudiesen ser incompatibles. El bardo de Toulouse, Claude Nougaro, lo explicó en una legendaria canción, «Le Jazz et la Java». La Java fue en Francia el exacto equivalente del chotis en cierta España.

Pero la irrupción del Rock fue el Hiroshima de la Canción Francesa. La viví como una polución brutal, una pataleta infantil, una manifestación estética primaria. Lo siento con el alma, pero mi opinión no ha cambiado sustancialmente desde entonces. Los viejos rockeros nunca mueren, desgraciadamente. La Chanson Française, sí. Brotado de un idioma esencialmente mono o bisílabo, el rock es un maltradador de la lengua francesa, de su ritmo, de su prosodia, de su articulación.

Durante los días posteriores a la matanza del 13 de Noviembre, me enteré por los medios españoles de que yo vivía en un país estructurado alrededor de un fuerte y noble patriotismo generalizado, dotado de una voluntad firme y unánime de preservar su lengua, su cultura y sus valores. Me quedé muy perplejo.

Hoy sólo pretendo hablar del centenario de Edith Piaf, pero ni siquiera así podremos evitar el tema. Hubo en París barrios populares, Barbès, La Chapelle, Belleville, Ménilmontant, la Bastille, cuyo acento daba el carné de parisianidad callejera. Casi olvidaba Montmartre. Ahora, la mayoría son barrios, cuando no totalmente, a predominancia musulmana, mientras Montmartre y los «pintores» de la Place du Tertre venden su quincalla made in China a hordas de turistas papanatas.

En el argot popular, un «piaf» es un gorrión. Edith era literalmente un pajarito del arroyo, criado en un burdel, entre putas y macarras. Compuso la planetaria «Vie en rose» y el conmovedor «Hymne à l'amour», escrito en recuerdo de su gran amor, el boxeador Marcel Cerdan, por cierto, de cepa española y muerto en accidente aéreo. Pero también otras 85 canciones. Hablaba un francés exquisito que pronunciaba con claridad, precisión y naturalidad.

 La gorra Bigeard

Hoy muchos de los jóvenes intérpretes cantan directamente en inglés. La mayoría de la juventud, de los economistas, de los medios practican un patético franglish. Mi fisioterapeuta, hace dos días, se me declaraba «overbookée». Los más tontos, que son muchos, intentan adoptar el llamado acento «racaille», el de la chusma vaga y patibularia de las «banlieues», el acento que tenían los asesinos del otro día. Es un acento ajeno a la lengua, que la agrede y la degrada. Una venganza contra el idioma del «colonizador». Habitualmente acompañada de un vocabulario indigente.

Francia inventó el concepto de Universalismo. Como idea rectora, en la línea del viejo Kant, sigue siendo un concepto «vendedor». Como horizonte histórico, es una hoguera voraz donde se queman las mariposas casquivanas que se dejan cegar.

Nada menos universalista que la aceptación de la hegemonía cultural anglosajona o las premisas de una «Sumisión» de tipo Houellebecquiana. Dos particularismos, en un caso harto discutible, en el otro aterrador. Este afán de dilución de las identidades detrás de la coartada universalista no es específicamente francés, sino propio de todos los países «ricos». Se vive como la liberación de un peso que impide dedicarse a lo realmente importante, el bienestar económico y las capacidades del smartphone.

“Je me fous du passé – cantaban, imprudentes, los legionarios – Avec mes souvenirs / J'ai allumé le feu / Mes chagrins, mes plaisirs / Je n'ai plus besoin d'eux”. Las metáforas son el carburante de la ilusión de vivir. Pero las comunidades humanas no pueden “reírse del pasado”, como dice Edith, ni “quemar en la hoguera el recuerdo de los placeres y pesares”. Ninguna puede decir “Je repars à zéro” so pena de desaparecer. Los amnésicos ni tienen pasado ni tienen porvenir.

Sólo que en Francia muchos iluminados piensan que la última misión de la vieja nación consiste en la patológica «grandeur» de llevar sus valores hasta las últimas consecuencias, es decir la licuefacción del propio país.