sábado, 17 de diciembre de 2011

W. Fernández Flórez comparte el "incalificable proceder parlamentario" de Jorge Bustos

Wenceslao Fernández Flórez

EXCUSAS... A LOS FOTÓGRAFOS DE LA CÁMARA

ABC
Madrid, 23 de Diciembre
1933

Wenceslao Fernández Flórez

Yo, señores míos, soy un hombre que sufre muchos disgustos. Permítanme que aproveche la importancia de la sesión de ayer para tratar de asuntos particulares.

Sufro muchos disgustos… Me pasa siempre algo parecido a lo de aquellos actores de las películas antiguas, que arrojaban una torta de crema contra un guardia y veían con horror que era un transeúnte pacífico, una bella joven o una persona de su propia familia la que la recibía en el rostro. Apunto a un pájaro y hiero al cazador que me acompaña.

Casi todos mis artículos provocan alguna indignación. Pero no la que yo espero, sino otra absolutamente imprevisible. Esto termina por alterar demasiado los nervios. En España existe una porción de personas a las que no conozco, en las que nunca he pensado, en cuyas vidas jamás creo poder cruzarme. Pues bien, de repente, hoy una, otra mañana, se sienten galvanizadas, impelidas por una fuerza superior que provoco, yo no sé cómo, y me escriben cartas comentando artículos que no son míos o afirmaciones que nunca formulé. Estas cartas me aburren, porque todas son iguales. Se reducen a algunos insultos de la mayor vulgaridad y a hacer conjeturas acerca de la cantidad de billetes que me pagan en ABC por cada crónica. Es extraordinaria la unanimidad con que esa diseminada muchedumbre cree que cada noche el propio Juan Ignacio Luca de Tena me llama a su despacho y, jugando al desgaire con un billete de cinco duros, me dice:

Bueno, Wenceslao, ¿quiere usted decir hoy tal o cual cosa?

¡No! –rujo, echando chispas por los ojos.

Sea usted amable –insiste el director, sustituyendo el billete de 25 por otro de 50.

Jamás –bramo.

Medítelo usted, amigo mío –aconseja, mostrando otro papelito de 20 duros.

Pero mire usted que

¿Por qué no se convence? (Dos billetes más)

Hasta que llega a un punto en que me precipito sobre los vales con alegres gritos de “¡Tiene usted más razón que un santo!”, y corro a pergeñar la crónica.

No saben ver lo que hay de tolerancia a mis opiniones; tolerancia amable, a la que aludía en un reciente artículo Federico Santander, en vez de imposición exigente.

Otra vez son periodistas los que comentan actitudes en las que no recuerdo haber incurrido. No hace un par de meses, como yo hubiese achacado a un señor la propiedad de una alpargatería, un periodiquín de Elche excitaba contra mí la cólera de todos los alpargateros, suponiendo que me parece el tal un oficio bajo o una industria ruin. No obstante, estoy seguro de no haberme ocupado jamás con desdén de los alpargateros, ni de los zapateros, ni de nadie que haga algo útil en el mundo.

Mis lectores habrán advertido que no recojo esas bagatelas que ni yo mismo termino nunca de leer. Pero ahora, en el caso en que voy a ocuparme, no puedo seguir la misma conducta. Porque se trata de unos compañeros de trabajo: de los fotógrafos de Prensa.

Hace unos días, en mis Acotaciones, recomendaba precaución para con ellos. “Hay que tener cuidado –venía a decir– con los fotógrafos de la Prensa. Entran en el hemiciclo y, aprovechando la afluencia de diputados desconocidos, ocultan su máquina bajo un escaño y se quedan allí para siempre, hasta que en una crisis apurada les hacen directores generales o ministros.”

Leído esto, los reporteros gráficos, en número de diecisiete, me han escrito una carta, “protestando enérgicamente”, en la que afirman que mi “proceder es incalificable”, que “les he puesto en ridículo” y que por culpa de esa crónica “les será negado en lo sucesivo por el presidente de la Cámara el permiso para realizar su labor informativa”. Terminan recomendándome que, para otra vez, elija “otra cabeza de turco”.

No. Ya no quiero más cabezas de turco. Cuando quiero decir algo resulta que escribo, sin saberlo, todo lo contrario y que no consigo hacerme entender. En ese artículo deseaba insinuar que algunos de los que han llegado a personajes son tan incongruentes con su destino, que parece que han venido al Congreso apelando a un ardid, a un truco de fresco de comedia. Pero ahora, ¿cómo aclaro yo esto? ¿Cómo digo que los compañeros que manejan la máquina en vez de la pluma tienen toda mi consideración? ¿Qué frases hay que emplear para que los diecisiete camaradas lo comprendan? Voy a intentarlo con las siguientes afirmaciones. Y doy mi palabra de honor de que son exactas:

Primera. Ningún fotógrafo que haya entrado en el hemiciclo en cumplimiento de deberes informativos ha ocultado su máquina bajo un escaño para sentarse en él, fingiéndose diputado.

Segunda. No es verdad que, una vez sentados, hayan pedido agua con azucarillo ni cualquier otra sustancia parlamentaria.

Tercera. Es absolutamente falso que, despistando a la Cámara con los procedimientos expresados en las aclaraciones anteriores, haya sido nombrado alguno de ellos director general.

Cuarta. Nadie puede decir tampoco que con el mismo truco recibiesen el encargo de desempeñar una cartera.

Quinta. Si el señor Alba se apoyó en mi artículo para prohibir a los fotógrafos de Prensa la entrada en el salón, el señor Alba no sería el presidente de la Cámara. Sería un gas hilarante.

Y ya está.

Por otra parte, a mí me parece muy natural que un país donde suceden tantas cosas grotescas exija como comentarista un Kempis. Sólo los pueblos graves, como Inglaterra, admiten y comprenden a un Swift.
EL PERIÓDICO DEL SIGLO,. 2002 / EDICIONES LUCA DE TENA

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(¿O es la tribuna del Congreso?)