Javier Bilbao
Imaginemos acudir a un partido de fútbol en el que se nos permitiera abuchear al rival y señalar airadamente cada una de sus faltas, reales o imaginarias, pero en cuanto tomase el balón nuestro equipo sólo cupiera mantener el estricto silencio de quien observa una partida de ajedrez, ah, y nada de agitar banderolas o lucir camisetas con sus colores, no fueran a tomarnos por hinchas energúmenos. Pues bien, ya podrán hacerlo bien los jugadores sobre el terreno, porque tal partido difícilmente se ganará en esas gradas de semejantes pechofríos… Algo así podría decirse que ha sido el debate público en España durante las últimas décadas en torno al separatismo. Los proyectos secesionistas acaparaban el término «nacionalismo» y sobre él se echaban sapos y culebras asociándolo a los fascismos europeos de la primera mitad del siglo XX (en realidad ha habido nacionalismo desde hace siglos y en todo el planeta), mientras lo que se podía oponer a ellos era la UE, la ciudadanía, la Constitución, el cosmopolitismo… y por supuesto una abundante provisión de citas célebres, siendo una de las más recurridas por políticos y periodistas aquella de Charles de Gaulle: «Patriotismo es amar a tu país, nacionalismo es odiar a los otros». Hay que reconocer que al menos rescata aquí el patriotismo, aunque sería engañoso situarlo en un campo semántico diferente al del nacionalismo. En realidad, el propio De Gaulle fue un notorio y perseverante nacionalista; lo fue toda su vida y en diferentes contextos. Si acercamos el foco a su biografía y su acción política tal vez podamos sacar algo más provechoso que aquella frase. Vamos a ello.
Nació en 1891 en una ciudad del norte de Francia tan próxima a la frontera con Bélgica que su familia, hondamente católica, lo envió allí en el contexto fuertemente anticlerical de las primeras décadas de la Tercera República para que pudiera estudiar en un colegio católico. Esa formación influyó notablemente en su carácter y valores, que mantendría el resto de su vida, como al hablar de su querida hija con síndrome de Down («una gracia de Dios en mi vida. Me ayuda a permanecer en la modestia de los límites y las impotencias humanas. Me guarda en la seguridad de la obediencia a la soberana voluntad de Dios. Me ayuda a creer en el sentido y en la finalidad de nuestras vidas, en esa casa del Padre donde mi hija Anne encontrará finalmente toda su estatura y toda su felicidad») y haría posible que como presidente pudiera reconciliar a la Iglesia con el Estado francés, sin renunciar a la laicidad de éste. Probablemente también influyó en la trascendental amistad que mantuvo con su correligionario Adenauer.
De su familia también adquirió un gran interés por la historia, que le llevaría más adelante a entender la actividad política con una perspectiva que abarcaba siglos, más allá de las disputas efímeras y la gestión cotidiana. Posteriormente volveremos a esto. Vinculado a la historia, concretamente a la guerra de 1870, surgió también su interés por desarrollar una carrera militar. Ingresó en la Escuela Militar de Saint-Cyr y allí, según cuenta el historiador Pablo Pérez López se articula su idea de lo que es una nación: un «mito» que hay que entender como «un acto de solidaridad viva con raíces históricas», basándose en autores franceses como Renan, pero también en otros como Goethe. De manera que la concepción alemana del nacionalismo dejaría huella en él. Fue allá también donde pudo desarrollar su patriotismo, concepto este que más allá de lo que diga nuestro protagonista podemos entender genéricamente como la lealtad del individuo a su tribu. Sentido del deber y hasta del sacrificio que pudo aplicar por primera vez en la Primera Guerra Mundial como combatiente y luego como prisionero, pues intentó fugarse en cinco ocasiones. Le faltó acierto, pero de voluntad iba sobrado.
Posteriormente, De Gaulle fue enviado a Polonia a combatir logrando grandes reconocimientos y a su regreso se convierte en profesor de historia militar, aunando así sus dos pasiones. Durante los años de entreguerras trabó amistad con Petáin aunque luego se distanciaron, en parte porque se convirtió en un abanderado de la guerra mecanizada que desdeñaba la Línea Maginot como algo anticuado. Tras la fulminante derrota francesa se exilió a Londres el 17 de junio de 1940 y al día siguiente ya estaba arengando a sus compatriotas desde la BBC. Sus discursos fueron sucediéndose (como éste, ya con imagen) de tal manera que fue labrándose un prestigio como líder, aunque a menudo menospreciado por los gobiernos inglés y norteamericano —no así Stalin, a quien acudió en busca de apoyo—, lo cual tendría consecuencias en su futuro posicionamiento durante la Guerra Fría. En esos años, señala Ian Kershaw en Personalidad y poder, fue cuando con muy pocos recursos fue capaz de construir su propio mito y el de la «Francia libre» al que estaba indisolublemente vinculado. Francia no había sido derrotada ni ocupada —quiso hacer creer a quien le oyera— sino que aún permanecía luchando siquiera de manera simbólica y llegaría a liberarse a sí misma: una fantasía que termina materializándose (al menos en parte) a base de ser repetida y asimilada por muchos. Ésa es la magia del poder. El ejercicio de prestidigitación fue tan prodigioso que Francia logró una zona de ocupación en la derrotada Alemania y un asiento en el recién creado Consejo de Seguridad de la ONU.
Una vez de vuelta en Francia, De Gaulle fue proclamado presidente del Gobierno provisional, sin embargo él estaba para hacer historia y no para bregarse en las disputas partidistas de un sistema demasiado sujeto al parlamentarismo y sus frágiles mayorías. Así que presentó su dimisión en 1946, a la espera de tiempos más propicios que permitieran su vuelta al poder en un régimen más estable que privilegiase, como él quería, el liderazgo del presidente. Su olfato de nuevo estuvo afinado porque en esa IV República recién estrenada que duró hasta 1958 hubo nada menos que 22 gobiernos, algunos no duraron ni una semana. Eso, unido a la guerra de independencia de Argelia (que ya tratamos aquí ) lograron traerlo de vuelta con un apoyo masivo que le permitió proclamar la V República, con un presidente escogido por elección directa (garantizando así la separación entre el legislativo y el ejecutivo, a diferencia del caso español) y con el territorio argelino ya escindido.
Porque De Gaulle, como buen nacionalista, no era imperialista. Sabía que la realidad cultural, demográfica, histórica de la metrópoli europea no era la misma que la del norte de África, aunque el universalismo abstracto republicano fingiese (sin mucho esfuerzo, hay que añadir) que todos eran ciudadanos en igualdad. Por eso favoreció el proceso de descolonización tanto francés como de otras potencias. Cuando se reunió con Kennedy, por ejemplo, la primera frase que le dirigió fue «¿Y ustedes por qué no se van de Vietnam?». Tal vez le hubiera hecho caso, según ciertos indicios, pero su asesinato posterior trajo consigo la total implicación estadounidense en aquella guerra.
Para De Gaulle existían las naciones como protagonistas de la historia. Por ello, aunque fue artífice de los primeros pasos de la construcción europea, siempre reclamó una Europa de las patrias sin un poder supraestatal que las sojuzgase. También, por la misma razón, solía referirse a la URSS llamándola Rusia, pues consideraba el comunismo una doctrina pasajera que aquel país «se bebería como el borracho la tinta», de ahí que no dudara primero en acudir a Stalin pidiendo ayuda en la II Guerra Mundial como antes hemos señalado, así como a buscar ahora una tercera vía durante la Guerra Fría con la vista puesta en una alianza a largo plazo entre Rusia y el continente europeo (es decir, lo opuesto a la tradicional geopolítica angloamericana de Mackinder y Brzezinski). Como dijo en cierta ocasión, «no es el vodka el que está conquistando el mundo, sino el whisky». No olvidaba los agravios. Aquella búsqueda le llevó a dotar a Francia de armamento nuclear para garantizar su independencia, a retirarse del mando militar de la OTAN, a reconocer a la China comunista antes que cualquier otro país occidental y a realizar una gira por Hispanoamérica. Es significativo que al recalar en Argentina el peronismo —con su líder ya exiliado— lo acogiera al grito de «De Gaulle y Perón, tercera posición”, y es que el marido de Evita los había emplazado desde España así: «Recíbanlo como si fuera yo».
En conclusión: a la política de bloques y poderes supranacionales antepuso siempre la independencia y el interés nacional de Francia. En eso consiste, entre otras cosas, ser nacionalista y no en aquello de «odiar a los otros», mal que le pese.
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