domingo, 6 de octubre de 2024

La mercancía del alma



Agustín García Calvo


Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica


Los versículos 36 y 37 del Capítulo Octavo del Evangelio de San Marcos formaron parte de la perícope evangélica del último domingo, y dicen: “Quid enim proderit homini, si lucretur/kerdênai mundum totum et detrimentum animae suae faciat/dsêmiôthênai tên psychên autoû? Aut quid dabit homo commutationis/antállagma pro anima sua/tês psychês autoû?”. Traducidas literalmente estas dos preguntas de Cristo, tenemos lo siguiente: “En efecto, ¿qué beneficia al hombre ganar el mundo entero y hacer daño a su alma? ¿O qué dará el hombre a cambio de su alma?” Desde hace ya muchos años la modernidad traduce el “anima/psychê” como vida; lo cual no es una traducción sino una interpretación. Pero jamás a San Marcos se le hubiera ocurrido usar la palabra “psychê” con el sentido de vida y, por otra parte, esa traducción rompe por completo el sentido de las preguntas retóricas de Cristo, cuando claramente nos está diciendo que el alma es aún más importante que la vida, y él mismo nos ha hablado en frases anteriores de la necesidad de su propia muerte. Es evidente que Cristo nos habla del alma, de la importancia del alma, y del alma como mercancía (quid commutationis/ti antállagma). ¿Qué valor tiene la mercancía del alma? O más en concreto, ¿cuál es el valor de cambio que tiene la mercancía del alma? Aquí Cristo plantea el alma como una mercancía. Las palabras que usa (commutatio/antállagma) son claras e insoslayables. Sólo se pueden referir a un mundo en donde se intercambian o venden mercancías. Marx nos enseñó ya en sus Grundrisse, que uno los memorizó a los quince años, que la mercancía tiene una doble naturaleza, por una parte, la naturaleza de lo que es, que cubre una necesidad impuesta por la sociedad (Rousseau) y la propia producción (valor de uso) y, por la otra, la naturaleza social que la relaciona con las demás mercancías (valor de cambio). Todas la cualidades que son enumeradas como cualidades particulares del dinero son cualidades de la mercancía como valor de cambio. Apenas una mercancía se convierte en valor de cambio (“antállagma/commutatio”), no sólo es transformada en una determinada relación cuantitativa, en una proporción –vale decir, en un número que expresa qué cantidad de otras mercancías le es igual (x número de cajas de cerillas por una casa), es su equivalente, o en qué relación ella es el equivalente de otras mercancías, sino que debe al mismo tiempo ser transformada cualitativamente, convertida en otro elemento, a fin de que ambas mercancías se conviertan en magnitudes concretas, id est, tengan la misma unidad de medida, y se vuelvan por tanto conmensurables. Toda mercancía –parece que también el alma– tiene una doble existencia: una existencia natural y una existencia social. El valor de cambio escindido de las mercancías mismas y existente él mismo como una mercancía junto a ellas, es el dinero. Todas las mercancías son dinero efímero; el dinero es la mercancía imperecedera. Y aunque las mercancías que fabrica el obrero Dios son inmortales, Cristo pregunta por cuánto se puede adquirir un alma. Ahora bien, el primer problema estriba en que el alma no cumple la principal característica de las mercancías: su radical singularidad –está hecha sólo para un usuario– la hace prácticamente incanjeable, puesto que no puede tener otro usufructuario, a no ser que fuera el mismo diablo. Y ello nos aboca a las leyendas de la venta del alma. La venta del alma fue un pequeño libro de mi maestro Agustín García Calvo en el que se probaba, entre otras cosas, lo irreal de lo verdaderamente real, siendo el alma tan real –del latín “res”, patrimonio como cualquier otra mercancía. Pero Cristo nos pone todas las demás mercancías existentes y posibles frente a la mercancía del alma, y no es sólo que el alma no puede comprarse ni canjearse con todas las mercancías del mundo, sino que sin el alma del hombre todas las demás mercancías del mundo carecen de valor, como si de repente se desactivase su valor de uso. Sin la mercancía del alma posesión y usufructo son términos internecandos. Sin alma la propiedad mata al usufructo, del mismo modo que sin alma el usufructo deshace o deslía la propiedad. El único negocio verdadero en esta vida es la salvación del alma. Y si esta mercancía no es intercambiable con nada ni nadie, su singularidad radical reduce a 0 su valor de cambio. Algún marxista diría que es una mercancía del paraíso terrenal, esencialmente precapitalista y anticapitalista, reliquia del edén. Mercancía poseedora de sí misma y poseída por sí misma. La mercancía deja de estar vulnerada por la bipolaridad de la modernidad. Tampoco el alma puede alcanzar nunca ninguna otra mercancía “en realidad”, en cuanto que no puede reducirla a sí misma. Y es por eso que Agustín García Calvo construyó su propio padrenuestro, en que, entre otras peticiones, decía:


“Líbrame del Futuro y del Dinero, para que podamos volver a saber el pan de cada día.


Líbrame tú de mí mismo, que yo te libro de tu nombre, Dios, y aquí te doy la libertad”.


Mercancía sin mercado, fuera del mercado, el alma no es una mercancía. Ya lo dejaba bien claro, por otra parte, el jesuita Próspero Baudot en Las Evangélicas. Pero aunque ya casi es imposible decir cosas nuevas en teología, pensar una y otra vez en las palabra de Cristo suscita matices siempre distintos y particulares. La teología moderna, ya lo hemos dicho, traduce en este caso, en las perícopes paralelas de Marcos y Lucas el vocablo “anima” como “vida”. Pero esto no es una traducción, sino una interpretación. De este modo, el sentido sería más fácil de entender a costa de traicionar la traducción literal. “El que quiera salvar su vida, la perderá” (Lucas, 9, 24). Esta paradoja entraña el uso de la vida de un discípulo de Cristo. No es usando de la vida para nosotros como podemos encontrar la vida, sino dándola, gratuitamente, sin canje ni venta. Éste fue el sentido último de la cruz: no tomar para sí, sino dar la vida. San Josemaría Escrivá de Balaguer, en Surco, 490, tomaba la posibilidad de que fuera santo un comerciante –traficante de mercancías– como una cima casi inasible de la gracia de Dios. Claro, que si la palabra “imposible” no es francesa para Napoleón, imagínate para Dios. Tenía razón. Más valdría no haber vivido que vivir sin servir a los demás. Que no acaben siendo nuestras almas nunca el registro que dejemos en nuestro móvil.

[El Imparcial]



Agutín García Calvo