BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
DOS
Guerra y Paz
Bonifacio nace en San Sebastián el 19 de junio de 1933; en la Edad del Jazz y en el año que Vicente Aleixandre, licenciado en Derecho, saluda con “sonrisas hechas con caparazones de cangrejos”, la consecución del Premio Nacional de Literatura por La destrucción o el amor.
Para Bonifacio, la destrucción es la muerte de su padre, miliciano de la compañía Máximo Gorki (Batallón Rusia) fusilado en el verano de 1936, y el amor, la fortaleza de su madre, viuda decidida a defender una familia que huye de Bilbao; viaja con sus dos hijos, un niño y una niña, mayor y melliza de otra niña que nació muerta.
Mientras, la guerra, amarillenta y ruidosa, avanza. Bilbao ya no es refugio seguro, y huyen a Santander y a Asturias, donde el abuelo, guardia de asalto retirado, se hace el propósito de embarcar a su hija y a sus nietos en un barco de refugiados con rumbo a Rusia; pero la madre viuda prefiere el arrimo de Francia, de donde, al cabo de un año de exilio, regresará a San Sebastián sin otra protección que la de las lamiñak, que son esas hadas vascas que traen la buena suerte a las casas que frecuentan, si bien hablan y dan órdenes con palabras de significado opuesto.
Bonifacio pudo haber sido uno de aquellos niños de la guerra que se criaron cantando himnos en los suburbios de Moscú, pero el azar hizo que fuera uno de aquellos niños de la paz que distrajeron con sus motetes la miseria nacional.
Cae de bruces en el casón de La Misericordia, y aquí, vigilado por curas aquilinos y monjas centenarias, aprende a percatarse del contraste entre su vida y la vida, tan amargo que abre a diario las ganas de comer, y no precisamente jalea de colmillo de elefante. Son años calamitosos, los de la beneficencia clerical, comiendo boniatos para matar el hambre y tocando la campanilla para matar el tiempo.
Para librarse de la murria y del peso de la penitencia, Bonifacio hace escapadas a casa de las abuelas hasta que pueda hacerlas a la cantina del vecindario. Se había metido a monaguillo para comer –robaba manzanas en la sacristía y las escondía en la sotanilla– y había llegado a tiple en el coro del Buen Pastor de la catedral, una provechosa carrera eclesiástica que se frustró porque, ayudando un día a los ministerios del altar, al aflojarse el cíngulo de la sotanilla, rodaron las manzanas del despojo por la escalinata en plena misa, y esto le costó el despido y un pescozón. Bonifacio, desde entonces, no ha vuelto a pisar la iglesia, ni por atrición ni por contrición.
Es la época de las actividades diversas, concepto que la burocracia del Régimen aplicaba sindicalmente a los artistas, palabra y oficio que, según los casos, lo mismo designaba al caviloso que al menestral. Bonifacio es botones de hotel, pinche de cocina, aprendiz de herrero, lavandero, mandadero y pescador. Encuentra su primera colocación en el Café Oriental, donde hay orquestina y pagan con curasanes, pero no le avisan de que los curasanes de la gratificación salen de las sobras de la víspera, y Bonifacio, estomagado con curasanes duros, cambia de amo y se emplea en el Café Choco, que es el café de los toreros famosos.
Los toreros famosos como Domingo Ortega, Pepe Luis Vázquez, Manolete, Dominguín y Antonio Bienvenida comen curasanes del día, y a Bonifacio, atravesado por el hambre, le entran ganas de torear para poder cantar con su cuadrilla el estribillo de Bohemios:
¡Qué bella es la noche
Después de cenar!
¡Después de cenar!
‘Después de cenar!
En la imaginación de Bonifacio el hambre enciende velas de lidia, pero en ese empeño no hay ninguna locura romántica. Bonifacio cuenta con el mejor adiestramiento para un torero, que es una infancia desventurada, y sabe que en los toros sí que se oyen cosas buenas.
Son las cosas buenas de Hemingway, que escribe en Life que los que sabían qué eran toros y qué era torear han muerto en ambos bandos durante la guerra civil, con lo que Hemingway se convierte en el primer propagandista juvenil de la fiesta nacional. Enseña que un torero nunca puede ver su obra de arte: “No puede corregirla como el pintor o el escritor. No puede escucharla como el músico. Sólo puede sentirla y oír la repercusión que tiene en el público. Cuando siente su obra y sabe que es grande, ésta se apodera de él y nada más importa” Es lo que siempre dice Bonifacio: que todos los cuadros del mundo no valen lo que una buena faena de muleta: “Yo, al menos, cambiaría todos mis cuadros por ser torero. Como pintor, puedes ser una gran artista, pero… ¿quién te aplaude?”
En asuntos taurinos, el crédito que Hemingway malgasta con sus excentricidades lo recupera con su amistad con los mejores toreros, que son los que se desayunan con los curasanes del día y los que conceden las licencias para aleccionar a la afición en la catequesis del arte. Hemingway predica en un inglés vigoroso el evangelio de los toros, y sus oyentes lo siguen porque en sus palabras se adivina la revelación –la confidencia– de los grandes toreros, que lo invitan a barrera, donde el periodistón de Kansas luce como un papa rodeado de cardenales en un concilio que canoniza a Antonio Ordóñez por reunir las tres grandes condiciones del matador: valor, destreza en su profesión y gallardía ante el peligro de muerte. Bonifacio nunca olvida aquella vez que en Sevilla, por ver a Antonio Ordóñez, se quedó sin cenar: “Tenía –dice– el dinero justo para meterme en un restaurante o en la plaza de toros y, como toreaba Antonio Ordóñez, no le di más vueltas”.
Además, Antonio Ordóñez consuma sus mayores faenas en la plaza de Bilbao, “la ciudad más severa de toda España para juzgar a los toreros”, y la ciudad donde una mala cornada habría de poner fin a la efímera carrera taurina de Bonifacio.
Bonifacio, 1971