Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Antes del actual episodio ucraniano la relación que existía entre todos los miembros de la OTAN era una relación de solidaridad entre democracias; tras este episodio la relación de hoy es la propia de lacayos en relación con los EEUU. Trevijano durante toda su vida sintió viva admiración por la perfecta arquitectura de la Democracia americana. Repetidamente dijo que era la única Democracia real en el mundo de modo efectivo. Y, sin duda alguna, es la única democracia “clásica”. Se inspiraba en ella para crear una verdadera democracia en España, que fuera ejemplo para Europa. Incluso teóricamente conocía en qué aspectos podía ser mejorada. Pero las sociedades europeas, milenariamente súbditas y vasallas de las coronas de los distintos reinos, tardarán más que los EEUU en llegar a la libertad política. Ahora bien, su sincera y muy patente admiración al funcionamiento de la Democracia americana no le llevaba a bendecir la política exterior de los EEUU que, según él, se había desvirtuado desde el ultraderechista John Foster Dulles en lo que se refiere a sus relaciones abiertamente hostiles contra Rusia. Para Trevijano siempre que Rusia y EEUU adoptan una línea de mutua comprensión –respeto– y cooperación se benefician ambos, así como la seguridad internacional. Nixon fue el presidente americano que más convencido estuvo de que mantener una tensión permanente en las relaciones ruso-americanas iba en contra de los propios intereses y que la única base seria para las relaciones con Rusia eran la coexistencia pacífica y un mutuo reconocimiento de los intereses de seguridad de ambos países. Con Nixon y Kissinger, de una parte, y Brezhnev y Gromiko, de otra, se llegó a la máxima distensión entre las dos potencias, distensión que desgraciadamente no se ha mantenido con Biden y Putin. Urge un revisionismo histórico que ensalce la gran figura americana de Richard Nixon, ensombrecida por un Watergate que los demócratas siempre han hecho, pero de forma más sutil y astuta. Su sucesor, Gerald Ford, cumplió los objetivos de Nixon, el acuerdo de los SALT-2, que supuso la reducción más seria en armamento nuclear que ha existido, y el fin de la guerra de Vietnam, que ya lo tenía proyectado Nixon. Pero la distensión por parte de Nixon y Ford frente a Rusia no hubiera sido posible sin contar con el apoyo insoslayable del diplomático americano más importante de la segunda mitad del siglo XX, Henry Kissinger. Kissinger ha sido el Metternich del siglo XX. Al igual que el ministro de exteriores austro-húngaro, creía que no debían tratarse los problemas internacionales aisladamente unos de otros, sino que su solución debía englobarse de alguna manera en un solo proceso. Analizar los vínculos que tienen los distintos problemas internacionales supone primero encontrar la última razón del conflicto, su fuente, y con ello poder resolver el conflicto. Desgraciadamente el viejo Kissinger, ya centenario, no está siendo debidamente oído estos días por los americanos. Kissinger me recuerda mucho a Trevijano, precisamente por su método de análisis. Antonio nunca veía la cuestión política en sí misma, sino enmarcada en un contexto que la explicaba y desde una panorámica que anunciaba las consecuencias. En cierto sentido, Kissinger y Trevijano tienen muchos puntos en común. Kissinger llegó a hablar de Trevijano como la “otra” alternativa seria al franquismo. De ningún otro español escribió. Ya digo, muchos puntos en común.
La cada día más patente descomposición de la nación española nunca ha tenido como catalizadores básicos a los Arzallus, Otegui, Gorka Aguirre, Beiras, Puigdemont, Rufián o Torra Pla, y demás politicastros mezquinos. La descomposición del estado español no representa otra cosa que el más devastador efecto del régimen político oligárquico que se inauguró en la primavera de 1977. El deseo genuinamente oligárquico de que cada uno de los príncipes que constituyeron aquel consenso se llevase su parte de los despojos del Estado franquista, por perjudicial que ello fuese para el interés general y la pervivencia de la comunidad política, hizo que el Estado español se transformase en el Estado de las Autonomías, y que en virtud de esa locura jurídica que constituye el Título VIII de la Constitución de 1978 pasase a convertirse en un “Estado dinámico”, dejando inquietantemente de ser un Estado estable desde entonces.
La labilidad y oscuridad intencionada con la que la Constitución marcó los techos competenciales de los “estados” autónomos conllevan necesariamente, como lógica culminación del “Estado dinámico”, la desmembración de España en estados fácticamente independientes. Después de cuarenta y cinco años los distintos entes autonómicos, creados ex nihilo, sólo por la pura codicia en el reparto de botín de la clase política, ya han conseguido realizar por completo, merced principalmente a los distintos departamentos de educación y cultura, creaciones autóctonas de auténticos espíritus nacionales, artificiales, claro, y no naturales, pero claros sustitutivos del antiguo espíritu nacional español. Ya todas se han levantado contra España. Ya todas son desleales y traidoras a España. Las asociaciones por convenio que constituyen desde la Constitución la España actual deben dejar paso a la independencia múltiple patente, y es el resultado lógico, el destino archisabido, de esta descabellada evolución oligárquica de políticos saqueadores y desaprensivos. Es la “estadidad asociada” de la España de las autonomías en donde está el fin de España, y no en las metralletas de ETA ni en las algaradas callejeras de Cataluña, pilotadas por ampulosas e infumables declaraciones nacionalistas. La esencia misma de la España de las autonomías se opone a todo status político permanente y perdurable. Más aún, un “parón” autonómico supondría un anquilosamiento inmediato del régimen disolvente, un estancamiento histórico de los intereses mezquinos y rapaces de la oligarquía celtibérica. Lo que significa que el régimen necesita la desmembración nacional para sobrevivir. Eta dejó de matar porque se dio cuenta de que con la lucha armada contra España fortalecía precisamente el espíritu español, y que garantizaba mejor la independencia vasca colaborando con esta oligarquía disolvente. Peor que la sangre derramada, desde el punto de vista de la ética pública, es la “nueva moralidad” que Sánchez pretende imponer con los amigos de los viejos asesinos.
Para poder federarse en un futuro las distintas autonomías que componen España sería menester primero desnacionalizarse de todo lo español. Pero la proyección hacia el futuro de esta desnacionalización artificial no puede ser otra cosa que la desaparición de España, que ya hoy está muriendo a chorros. Si el “ente” España no hubiese existido antes de esa federación o asociación por convenio de estados autónomos, probablemente podía tener su futuro como producto superestructural de dicha asociación, pero su existencia densamente histórica, real y palpable a lo largo de mil años, hace imposible su supervivencia en esa federación o asociación por convenio prepóstera. La prueba de que este Régimen es enemigo de una sólida unidad nacional es el hecho de que ésta parece depender de la sola voluntariedad y el amor patriótico coyuntural de las personas que ocupen eventualmente los puestos de gobierno, y no los fundamentos teleológicos y naturales de la Nación española. El hecho de que se tenga que llegar a pactos políticos entre el PP y el PSOE para poner de algún modo coto, o mejor, ralentizar, las desmesuras independentistas son la prueba del nueve de que en este Régimen en sí, como artefacto político de un consenso de aves rapaces, no sólo no está asegurada la continuidad de España, sino que sí está asegurada su disolución.
Que yo sepa, sólo Manuel Fraga Iribarne y Antonio García Trevijano se dieron cuenta en su día de la naturaleza patricida de este régimen y falsa democracia, y así lo denunciaron. Por eso el gran Fraga tiene la culpabilidad de haber pecado al final a sabiendas –pecado de omisión–, en tanto que Trevijano resistió la tentación de ser arrastrado al consenso. El Fraga que metió en la cárcel a Trevijano fue el Fraga seducido por Felipe González.
Doctor en Filología Clásica
Antes del actual episodio ucraniano la relación que existía entre todos los miembros de la OTAN era una relación de solidaridad entre democracias; tras este episodio la relación de hoy es la propia de lacayos en relación con los EEUU. Trevijano durante toda su vida sintió viva admiración por la perfecta arquitectura de la Democracia americana. Repetidamente dijo que era la única Democracia real en el mundo de modo efectivo. Y, sin duda alguna, es la única democracia “clásica”. Se inspiraba en ella para crear una verdadera democracia en España, que fuera ejemplo para Europa. Incluso teóricamente conocía en qué aspectos podía ser mejorada. Pero las sociedades europeas, milenariamente súbditas y vasallas de las coronas de los distintos reinos, tardarán más que los EEUU en llegar a la libertad política. Ahora bien, su sincera y muy patente admiración al funcionamiento de la Democracia americana no le llevaba a bendecir la política exterior de los EEUU que, según él, se había desvirtuado desde el ultraderechista John Foster Dulles en lo que se refiere a sus relaciones abiertamente hostiles contra Rusia. Para Trevijano siempre que Rusia y EEUU adoptan una línea de mutua comprensión –respeto– y cooperación se benefician ambos, así como la seguridad internacional. Nixon fue el presidente americano que más convencido estuvo de que mantener una tensión permanente en las relaciones ruso-americanas iba en contra de los propios intereses y que la única base seria para las relaciones con Rusia eran la coexistencia pacífica y un mutuo reconocimiento de los intereses de seguridad de ambos países. Con Nixon y Kissinger, de una parte, y Brezhnev y Gromiko, de otra, se llegó a la máxima distensión entre las dos potencias, distensión que desgraciadamente no se ha mantenido con Biden y Putin. Urge un revisionismo histórico que ensalce la gran figura americana de Richard Nixon, ensombrecida por un Watergate que los demócratas siempre han hecho, pero de forma más sutil y astuta. Su sucesor, Gerald Ford, cumplió los objetivos de Nixon, el acuerdo de los SALT-2, que supuso la reducción más seria en armamento nuclear que ha existido, y el fin de la guerra de Vietnam, que ya lo tenía proyectado Nixon. Pero la distensión por parte de Nixon y Ford frente a Rusia no hubiera sido posible sin contar con el apoyo insoslayable del diplomático americano más importante de la segunda mitad del siglo XX, Henry Kissinger. Kissinger ha sido el Metternich del siglo XX. Al igual que el ministro de exteriores austro-húngaro, creía que no debían tratarse los problemas internacionales aisladamente unos de otros, sino que su solución debía englobarse de alguna manera en un solo proceso. Analizar los vínculos que tienen los distintos problemas internacionales supone primero encontrar la última razón del conflicto, su fuente, y con ello poder resolver el conflicto. Desgraciadamente el viejo Kissinger, ya centenario, no está siendo debidamente oído estos días por los americanos. Kissinger me recuerda mucho a Trevijano, precisamente por su método de análisis. Antonio nunca veía la cuestión política en sí misma, sino enmarcada en un contexto que la explicaba y desde una panorámica que anunciaba las consecuencias. En cierto sentido, Kissinger y Trevijano tienen muchos puntos en común. Kissinger llegó a hablar de Trevijano como la “otra” alternativa seria al franquismo. De ningún otro español escribió. Ya digo, muchos puntos en común.
La cada día más patente descomposición de la nación española nunca ha tenido como catalizadores básicos a los Arzallus, Otegui, Gorka Aguirre, Beiras, Puigdemont, Rufián o Torra Pla, y demás politicastros mezquinos. La descomposición del estado español no representa otra cosa que el más devastador efecto del régimen político oligárquico que se inauguró en la primavera de 1977. El deseo genuinamente oligárquico de que cada uno de los príncipes que constituyeron aquel consenso se llevase su parte de los despojos del Estado franquista, por perjudicial que ello fuese para el interés general y la pervivencia de la comunidad política, hizo que el Estado español se transformase en el Estado de las Autonomías, y que en virtud de esa locura jurídica que constituye el Título VIII de la Constitución de 1978 pasase a convertirse en un “Estado dinámico”, dejando inquietantemente de ser un Estado estable desde entonces.
La labilidad y oscuridad intencionada con la que la Constitución marcó los techos competenciales de los “estados” autónomos conllevan necesariamente, como lógica culminación del “Estado dinámico”, la desmembración de España en estados fácticamente independientes. Después de cuarenta y cinco años los distintos entes autonómicos, creados ex nihilo, sólo por la pura codicia en el reparto de botín de la clase política, ya han conseguido realizar por completo, merced principalmente a los distintos departamentos de educación y cultura, creaciones autóctonas de auténticos espíritus nacionales, artificiales, claro, y no naturales, pero claros sustitutivos del antiguo espíritu nacional español. Ya todas se han levantado contra España. Ya todas son desleales y traidoras a España. Las asociaciones por convenio que constituyen desde la Constitución la España actual deben dejar paso a la independencia múltiple patente, y es el resultado lógico, el destino archisabido, de esta descabellada evolución oligárquica de políticos saqueadores y desaprensivos. Es la “estadidad asociada” de la España de las autonomías en donde está el fin de España, y no en las metralletas de ETA ni en las algaradas callejeras de Cataluña, pilotadas por ampulosas e infumables declaraciones nacionalistas. La esencia misma de la España de las autonomías se opone a todo status político permanente y perdurable. Más aún, un “parón” autonómico supondría un anquilosamiento inmediato del régimen disolvente, un estancamiento histórico de los intereses mezquinos y rapaces de la oligarquía celtibérica. Lo que significa que el régimen necesita la desmembración nacional para sobrevivir. Eta dejó de matar porque se dio cuenta de que con la lucha armada contra España fortalecía precisamente el espíritu español, y que garantizaba mejor la independencia vasca colaborando con esta oligarquía disolvente. Peor que la sangre derramada, desde el punto de vista de la ética pública, es la “nueva moralidad” que Sánchez pretende imponer con los amigos de los viejos asesinos.
Para poder federarse en un futuro las distintas autonomías que componen España sería menester primero desnacionalizarse de todo lo español. Pero la proyección hacia el futuro de esta desnacionalización artificial no puede ser otra cosa que la desaparición de España, que ya hoy está muriendo a chorros. Si el “ente” España no hubiese existido antes de esa federación o asociación por convenio de estados autónomos, probablemente podía tener su futuro como producto superestructural de dicha asociación, pero su existencia densamente histórica, real y palpable a lo largo de mil años, hace imposible su supervivencia en esa federación o asociación por convenio prepóstera. La prueba de que este Régimen es enemigo de una sólida unidad nacional es el hecho de que ésta parece depender de la sola voluntariedad y el amor patriótico coyuntural de las personas que ocupen eventualmente los puestos de gobierno, y no los fundamentos teleológicos y naturales de la Nación española. El hecho de que se tenga que llegar a pactos políticos entre el PP y el PSOE para poner de algún modo coto, o mejor, ralentizar, las desmesuras independentistas son la prueba del nueve de que en este Régimen en sí, como artefacto político de un consenso de aves rapaces, no sólo no está asegurada la continuidad de España, sino que sí está asegurada su disolución.
Que yo sepa, sólo Manuel Fraga Iribarne y Antonio García Trevijano se dieron cuenta en su día de la naturaleza patricida de este régimen y falsa democracia, y así lo denunciaron. Por eso el gran Fraga tiene la culpabilidad de haber pecado al final a sabiendas –pecado de omisión–, en tanto que Trevijano resistió la tentación de ser arrastrado al consenso. El Fraga que metió en la cárcel a Trevijano fue el Fraga seducido por Felipe González.