Manuel Jabois
Fueron 15 minutos eternos y quién sabe qué hubiera pasado si llegan a ser 16. Estaban los alemanes metidos en su escondrijo echándose sagradamente al reloj como la familia del boxeador de Pulp Fiction, que lo fue guardando en el culo generación a generación, cuando Sergio Ramos clavó el segundo y de repente todo pareció posible, desde la furia hasta el amor, pero ya no la pereza. Se levantó en armas el Bernabéu, de pie y a chillidos enormes como en el entierro de alguien muy odiado, y cuando se venía la felicidad la interrumpió groseramente tres pitidos cortos. Se quedaron los goles en esquirlas y se fue la eliminatoria al cajón desbordado de otras esquirlas, donde ya estaba el 3-0 de los primeros 15 minutos; ojalá un día nos permitan ver por una esquinita, como al protagonista de Borges en el Aleph, ese mundo que transcurre paralelo y en el que las ocasiones falladas revertieron en goles y el árbitro concedió un minuto más. Hubo que conformarse ayer con una sensación parecida a la del orgasmo que llega y de repente se te vuelca dentro en plan tántrico. Dice Dragó que está muy bien, pero yo soy un antiguo y a mí me gusta todo por fuera, también la camiseta: mucho Gordillo y mucho Camacho pero ningún jugador llevó la camiseta por fuera de modo revolucionario. Cómo sería la cosa que el que más a mano estaba en el estadio era Manolo Sanchís, ya aburguesado.
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