jueves, 2 de mayo de 2013

Amancio



Pedro Ampudia

Antes de que nos robaran el fútbol las únicas cifras que importaban eran las que aparecían en los marcadores con sus rectángulos de cartón-piedra, nadie medía la longitud de las briznas de hierba ni la cantidad de pases seguidos que era capaz de dar un equipo y los highlights se almacenaban en la memoria colectiva en vez de en servidores de San Bruno-California y se transmitían de generación en generación como romances antiguos de la boca de los mayores a los oídos de los niños. No había carrileros, ni medioscentros, ni trescuartistas y todos los delanteros eran de verdad y los porteros estaban locos. Era un fútbol de domingo tarde, cambio de cromos y transistores. Los futbolistas eran nada más y nada menos que futbolistas y dejaban los sermones para los párrocos de misa de doce. Era un fútbol sentimental y básico en el que se cimentaban pasiones que sólo tenían que ver con el propio fútbol. Amancio Amaro perteneció a una de las últimas generaciones de futbolistas que no necesitaron taparse la boca para hablar en un campo por miedo a los lectores de labios y leemos su nombre en los papeles con la voz grave del abuelo que nos relató su mito en noches de Copa de Europa y mesa camilla.

“Amancio jugará en el Real Madrid, fichadlo”, cuentan que dijo Santiago Bernabéu a sus directivos que no parecían muy convencidos de soltar los 10 millones de pesetas de la época que costaba traer de La Coruña a un joven de 22 años sin experiencia en las grandes citas europeas y Amancio fichó tranquilo o eso dijo. Nacido para el fútbol en un equipo llamado Victoria su destino no podía ser otro que el Real Madrid. Era el momento de una renovación necesaria de un equipo que había conseguido que el fútbol quedara definido como un juego que inventaron los ingleses para que el Real Madrid lo hiciera leyenda. De vuelta a Manchester, tras ver un partido del Real Madrid en el Bernabéu, Matt Busby no pudo contener el entusiasmo y reunió a sus jugadores en el vestuario de Old Trafford para decirles: “Boys, they’re playing a different game over there in the continent. We’ve got to get involved”. Aquel Madrid dejó un legado de victoria y un estilo de fútbol directo y vertical, sin atajos, como correspondía a un equipo de saetas, galernas y cañones al que Bernabéu quiso añadir un brujo para que continuara el hechizo. Eso vio Santiago Bernabéu en Amancio Amaro, ese mismo fútbol sincero y sin ambages, que sólo conoce un destino, que sólo ambiciona un objetivo. El Real Madrid es una religión en la que la paciencia es pecado. Amancio era la gambeta acerada y la velocidad consciente, la magia galaica y brumosa, el temperamento de la marejada atlántica. Llegó a tiempo de compartir vestuario con aquellos mitos blancos y de ellos aprendió cuál es el espíritu del Real Madrid, su esencia, su sino y su grandeza y acabó también convertido en mito. Con ellos perdió una final de la Copa de Europa, frente al Inter de Helenio Herrera y Luis Suárez, en lo que fue la despedida de Di Stéfano y de un tiempo inolvidable. Dos años más tarde se encargaría el propio Amancio de cerrar definitivamente un ciclo legendario con un gol en Bruselas contra el Partizan de Belgrado que sirve para ilustrar su libro de estilo y que le dio al Madrid una Sexta Copa de Europa que fue la última hasta hace bien poco. Un desmarque fulgurante, dos quiebros violentos y un toque sutil. Un gol que debería ser icono de la forma de entender el juego que acompañaba a Amancio Amaro y también al Real Madrid desde sus inicios. “La belleza del fútbol está más bien en el jugador que mata sus deseos de correr la pólvora y va desnudo a la velocidad”, escribió el olvidado Jacinto Miquelarena,que distinguía lo perpendicular de lo barroco, la sobriedad de la pirotecnia. La magia de Amancio tenía un objetivo más allá de la estética vacía. Sus regates de bruixo eran salidas para continuar hacia un objetivo que no era otro que el gol. 14 temporadas en el Real Madrid, 1 Copa de Europa, 9 Ligas, 3 Copas de España, 2 veces Pichichi, 1 Bota de Bronce y una Eurocopa, ahora olvidada, de cuando España aún se llamaba España y no La Roja.

Nunca se escondió Amancio de los defensas que se cobraron en sus piernas la misma falta de piedad que él demostró por sus cinturas. Jamás pudo, ni quiso, dejar de arriesgar su físico. En aquél fútbol no existía el rival que le cediera un centímetro de césped sin armar la bota. Y no salía el Platini de turno a proteger de los defensas inclementes la magia del Balón de Bronce de cuando no los elegía el seleccionador de Qatar. Por valentía, la carrera de Amancio es el camino que lleva del catalán Torrens al paraguayo Fernández. En febrero de 1965, Torrens, en el Camp Nou, le mandó siete meses de la clínica al gimnasio porque “no había otra forma de pararle”. La prensa catalana acusó a Amancio de cuentista mientras su jugador se iba de rositas. En Junio de 1974, Fernández pareció que había conseguido retirarle del fútbol, en Granada. Una entrada salvaje por encima de la rodilla consiguió romperle el músculo cuádriceps. Al paraguayo le cayeron veinticuatro partidos de sanción. La cirugía y la férrea voluntad del gallego le devolvieron a los terrenos de juego hasta su retirada en 1976.
Como entrenador nos legó una generación de jugadores que en justicia debió llamarse “Los Niños de Amancio” y que incomprensiblemente acabó siendo conocida como “La Quinta del Buitre”. Los números y los datos sirven de poco para expresar el legado de Amancio Amaro, pero conviene que las nuevas generaciones de madridistas sepan quiénes fueron y qué hicieron los hombres que convirtieron al Real Madrid en una leyenda viva y que no deben quedar olvidados en los archivos polvorientos del NO-DO. Deben ser sus voces y no otras las que nos hablen de la historia que ellos mismos construyeron, del espíritu que animó sus vidas deportivas y de la realidad de un club que se reinventa en la modernidad para recuperar su esencia. Amancio Amaro, El Brujo, mito viviente de una época en la que se cimentó una leyenda eterna.