miércoles, 8 de abril de 2020

VACANZE ROMANE (Sé de qué huyo pero ignoro lo que busco) Episodio 14

 Embajada de España


Jean Juan Palette-Cazajus

Para estar seguros de no ser víctimas del numerus clausus, hace días que hemos reservado billetes para visitar la Galleria Borghese con el último turno, entre las cinco y las siete de la tarde. Alguna visita «cultural» había que hacer y la Galería Borghese parecía la opción que mejor conciliaba los parámetros de tiempo, cantidad y calidad. De modo que encaminaremos nuestros pasos rumbo hacia aquel norte histórico de la ciudad. No lo habíamos planificado así, pero resulta que la jornada transcurrirá desde el principio bajo el signo Borghese. Cuando nos apeamos del mágico 628, nos damos casi de narices con la bandera de España que flota en un imponente balcón corrido puesto sobre todavía más imponentes ménsulas barrocas. Es la fachada trasera del descomunal Palazzo Borghese, el apodado «clavicémbalo» por su forma curva. Esa parte da al Tíber y acoge la Embajada de España. Debajo del balcón de las banderas hay una logia de madera sobre columnas dóricas resultando el conjunto pintoresco y con mucho carácter.

 El Tridente

Parece que el gobierno español paga 26 000 euros mensuales por el alquiler de sus oficinas. Parece también que existe un urgente proyecto de mudanza, ya sea a un palacio de la Piazza Navona ya sea al Palacio de España, en la Plaza homónima, sede de la embajada ante la Santa Sede, fusionando así la residencia de ambas embajadas. He cotilleado un poco y suena que en uno y otro caso se está tropezando con la llamada «Obra Pía de los Establecimientos Españoles en Roma», propietaria de ambos posibles lugares de traslado y aparentemente tan poderosa como opaca. Hete aquí cómo detrás del cromo plano de los turistas, asoma de repente, en «3 D», el espesor novelesco de las intrigas romanas. El último Borghese que dio que hablar en la familia, Junio Valerio Borghese, participó en la Guerra Civil española al mando de un submarino. Mussoliniano pata negra, fascista puro y duro, era conocido como «il principe nero». Posteriormente le daría por tramar un golpe de estado en Roma, en 1970, tras lo cual se refugió en Cádiz donde murió en 1974. No nos dejan entrar al monumental patio del palacio, sin duda el más espectacular de Roma, de modo que nos encaminamos despechados a la Vía del Corso para ir caminando hasta la Piazza del Popolo.

 Terraza del Pincio

«La Vía del Corso con la cual he sido injusto durante dos años por culpa del olor a repollo podrido y los harapos que se advierten en las estancias, es quizá la más bella del universo» opinaba Stendhal. Fue efectivamente hasta entrado el siglo XIX el eje norte/sur de la ciudad, a un tiempo escenario del lucimiento social y de las celebraciones populares como el Carnaval y las caóticas carreras de caballos. Sigue bordeada en la casi totalidad de su más de kilómetro y medio por accidentes monumentales notables, palacios, iglesias, plazoletas. Recorrerla en su totalidad es ejercicio algo cansino. Es hoy más bien agobiante y comercial en su primer tramo, cerca de la plaza de Venezia y un poco aburrida al llegar a la Piazza del Popolo. Esta le debe su aspecto actual a Giuseppe Valadier (1762-1839) un arquitecto y urbanista neoclásico venerado en Italia. La diseñó para magnificar su vocación de entrada y salida de la ciudad, dimensión hoy desahuciada por la evolución urbana. Parece que todavía hacia 1910 la plaza mantuviera cierto hervor popular.

 Porta del Pópolo

Escribía Baroja: «Llegó Cesar a la plaza del Pueblo […] Un chiquillo desharrapado escribía con carbón en una pared: “Viva Musolino”». Ante todo, don Pío, «Popolo», aquí, no viene de «Populus/pueblo» sino de «Populus/chopo. En cuanto al tal Musolino, de nombre Giuseppe, fue, hacia 1900,  un bandolero «generoso», un justiciero calabrés producto sintomático del viejo y eterno problema italiano, la llamada «questione meridionale». Sentado en el margen de la fuente que rodea el obelisco central, pienso que Valadier hizo un trabajo formalmente impecable pero lo que la plaza me inspira hoy es sobre todo un sentimiento de incertidumbre existencial. Sin duda es notable la elegancia monumental de los accesos a la terraza del Pincio y permanece perenne, hacia la ciudad, la teatral escenificación del «Tridente», el inicio de los tres ejes fundamentales de la vida romana durante casi cuatro siglos: la vía del Corso, entre sus dos mini iglesias gemelas, y las dos vías divergentes, la de Ripetta, a la derecha, que llevaba a lo que fuera el puerto fluvial hasta el siglo XIX, y a la izquierda la del Babuino que lleva a la Plaza de España.
 
 Suele estar peor

Santa María del Popolo, allí, al lado de la Puerta, encierra detrás de su modestísimo aspecto tesoros excepcionales un poco perdidos en mi memoria. Está cerrada por obras. Nos perderemos pues la «Conversión de San Pablo» y la «Crucifixión de San Pedro» de Caravaggio, pero también sus Bernini,  Sansovino, Salviati, Carracci, etc. El desastre es irreparable. La frustración suscita en mí el estúpido antojo de sacar una foto desde el exterior de la Puerta, por donde entraron a Roma tantos millones de romeros y visitantes ilustres. Goethe cuenta que, al franquear la histórica puerta, guardó un silencio religioso, persuadido de que penetraba en el reino de la antigua belleza ideal. De modo que salgo de la plaza y tropiezo con el tráfico endiablado. Espero a que el semáforo se ponga en rojo para cruzar hasta el espacio intermedio entre las dos calzadas y desde allí sacar mi foto. Pero para enfocar correctamente debo hacerlo en medio del espacio por donde cruzan los peatones que me atropellan e increpan al turista pazguato que les complica la vida. Todo turista es, por definición una anomalía y un excedente de cupo. Por la puerta desfilan sin cesar, no precisamente romeros polvorientos, exhaustos y maravillados, sino manadas de turistas que huelen a gel de ducha, procedentes de la vecina concentración hotelera al otro lado de la muralla aureliana. Resulta difícil imaginarse la sonada entrada, por este arco, de la reina Cristina de Suecia, recién convertida al catolicismo y probable militante LGBTI, el 23 de diciembre de 1655.

 Borromini. Palazzo Propaganda Fide

Iremos camino de la Plaza de España para luego hacer un alto en la Villa Medici. La Vía del Babuino es un poco aburrida si uno no está particularmente interesado en los escaparates de Gucci, Versace o Fendi de modo que propongo desviarnos a la paralela Vía Margutta donde vivieron Fellini y Anna Magnani. Como cabía esperar, la calle un tiempo preferida por la flor y nata de la «boboítud» adinerada e internacional luce renovadamente antigua, pintoresca y preservada. Cuesta pensar que fuera en su origen la vía de servicio de las cuadras traseras de los «palazzi» de la Vía del Babuino. Por allí también pelearon por abrirse camino, en tiempos menos políticamente correctos, pintores como Rubens, Poussin o Ribera. Muy concurrida está la Plaza de España, esta mañana, y la hermosa escalinata luce más acorde con su prosaico destino actual: las gradas están bastante pobladas y ruidosas si bien parece respetarse a rajatabla la prohibición de sentarse. Abajo, a los pies de la escalinata, la Fontana della Barcaccia  está cercada por un tropel adolescente, sentado en los márgenes o en el suelo. Me sigue pareciendo la más bonita de Roma, incluso ahora en medio de la bulla. Me doy cuenta, también, hasta qué punto la moda de las restauraciones urbanas o monumentales subvencionadas por grandes marcas comerciales - caso de Bulgari con la escalinata de la Trinità - rubrica la definitiva fosilización de los centros históricos. Convertidos en fetiches, en simples soportes publicitarios.

 Fachada Villa Medici. Claudio de Lorena

De pronto me asalta un recuerdo: allí mismo, en la esquina sur de la plaza, hay una estampa de historia del arte todavía más sorprendente que la contigüidad de la Chiesa Nuova y el oratorio de Filippo Neri. Es el «Palazzo di Propaganda Fide», un tiempo crucial engranaje vaticano, cuya fachada a la plaza, muy clásica, es de Bernini, mientras la que da a la calle, sinuosa y sugestiva, es de Borromini. La de Borromini sigue respirando. Fue milagrosa nuestra ascensión, casi solitaria, de la escalinata el otro día. Hoy sería imposible repetirla. Accederemos a la Villa Medici por la apacible Vía di San Sebastianello, de noche apreciada por los «camellos» del barrio.  «Académie Nationale de France» reza el dintel sobre las columnas dóricas de la entrada a la Villa. En nada anuncian sus austeros muros traseros el supremo lirismo de la fachada, usada por Claudio de Lorena para protagonizar una de sus  ideales utopías pictóricas. Desanima la pespectiva encorsetada de la visita guiada, única posible, incluso la de los espléndidos jardines, para luego ir de prisa y corriendo hasta la Galleria Borghese. De modo que decidimos seguir hasta la terraza del Pincio y disfrutamos un instante de la preceptiva contemplación de la Piazza del Pópolo, a nuestros pies, ciertamente más legible y armónica desde aquí, y por supuesto de la cúpula de San Pedro un poco esfumada en la neblina. Ameniza ruidosamente el panorama el intrusivo teclado de un músico rumano. Vamos cruzando perezosos por el arbolado de Villa Borghese hasta recalar en la «Casina del Orologio» un kiosko metálico Belle Epoque. Estamos casi a solas con los camareros bangladesíes, numerosos, obsequiosos y pelín pegajosos. Pero el ambiente es recoleto y tranquilo en medio del parque Borghese. De modo que mientras tomo mi chocolate me dejo ir a divagar un poco sobre los días pasados.

Jardines del Pincio