“Democracy
is the worst form of Government except all those other forms that have been
tried from time to time.” (Winston Churchill, The Official Report, House of
Commons (5th Series), 11 November 1947, vol. 444, cc. 206–07)
Jean Juan Palette-Cazajus
Por más metidos que estemos en temporada de exhumaciones y comentarios ad hoc, casi vergüenza me da volver a exhumar, por sobadísima, la definición que de la democracia alumbrara Sir Winston. Pero es que hay una sistemática renuencia a sacar todas las consecuencias que yacen en su peculiar formulación negativa. Debida, pensarían en su momento, a la particular circunstancia histórica en que se pronunció, cuando apenas decapitada la hidra nazi, asomaban sobre los escombros humeantes de Europa las nuevas cabezas aterradoras de la pesadilla soviética.
Por más metidos que estemos en temporada de exhumaciones y comentarios ad hoc, casi vergüenza me da volver a exhumar, por sobadísima, la definición que de la democracia alumbrara Sir Winston. Pero es que hay una sistemática renuencia a sacar todas las consecuencias que yacen en su peculiar formulación negativa. Debida, pensarían en su momento, a la particular circunstancia histórica en que se pronunció, cuando apenas decapitada la hidra nazi, asomaban sobre los escombros humeantes de Europa las nuevas cabezas aterradoras de la pesadilla soviética.
Pero debida también, sin duda, a un genuino escepticismo
del estadista británico acerca de los horizontes políticos y éticos al alcance
de aquella existencia humana que su paisano Tomás Hobbes describía “solitary, poor, nasty, brutish, and short”. Los
tiempos son otros pero aquella definición de la democracia, restrictiva,
obsidional convendría añadir hoy, resulta más vigente que nunca. Muy lejos
quedan ya quienes, en tiempos de la Ilustración, pensaron la democracia,
quienes trataron de alumbrarla en la Inglaterra posjacobita, durante las
revoluciones americana y francesa.
Aquellos solían compartir una visión optimista de la condición humana y
de su mejorabilidad. En el fondo seguían siendo “creacionistas” a su manera, por más que no fuera la de los
evangelistas americanos, y creían que si había un “Ser Supremo”, éste no podía
ser sino una verdadera hipóstasis de la Razón Ilustrada.
Muy lejos queda ya una situación histórica en la que se
trataba de fundar una práctica, la democrática, de la que no se sabía nada, de
la que no había antecedentes si dejamos de lado las referencias griegas en
textos todavía mal establecidos y peor estudiados. Presentían su carácter
utópico y prometéico. Y así Rousseau: “No hay gobierno tan propenso a las
disensiones civiles y a las agitaciones intestinas, porque no hay ninguno que
tienda de manera tan fuerte y continua a cambiar de forma, que exija mayor
vigilancia y valor para conservarse en su estado. En esta institución es donde el
Ciudadano, con mayor razón, debe armarse de fuerza y constancia y decirse a sí
mismo, cada día de su vida y desde el fondo de su corazón …: Malo periculosam libertatem quam
quietum servitium (Prefiero los peligros de la libertad a la tranquilidad de la
servidumbre) . Proseguía: “Si hubiese un pueblo de
dioses se gobernaría democráticamente. Pero un gobierno tan perfecto no
conviene a los humanos”. Podemos disculpar que Rousseau y
otros muchos, en aquella fase germinal de la reflexión política quedasen cegados
por la utopía de una democracia directa y asamblearia. Volvió a tardamudear por
un momento aquella utopía durante la acampada del 15M. Más lúcido que la suma
de los incontables tribunos que se sucedían en el ágora parlanchín de la Puerta
del Sol, Juan Jacobo ya anticipaba con lucidez premonitoria: “Nadie puede
imaginar que el pueblo permanezca en constante asamblea para consagrarse a los
asuntos públicos”. Con todo, el autor del “Contrato Social” no cejaba en su fe
ilusoria en la ideal virginidad democrática: “Sea lo que fuere, a partir del
momento en que el Pueblo se da representantes, ya no es libre; deja de ser el
Pueblo”. Hoy, porque estamos hartos de escarmentarlo en carnes propias, sabemos
que todo afán de pureza suscita la lógica e inquietante aparición inversa
de quienes establecen criterios de
impureza. Y así el más famoso de los lectores del “Contrato Social” decretaba
30 años después de su publicación: “Partan de esta máxima incontestable: que el
pueblo es bueno mientras sus delegados son corruptibles” (Robespierre,
10.07.1793). Ya conocemos el destino de los impuros.
Entre aquellos profetas y nosotros
la diferencia es la que existe entre la democracia como utopía y la democracia
como contingencia. La diferencia, en término kantianos, entre la democracia
como “nóumeno” y la democracia como “fenómeno”. O, si prefieren, entre la
democracia metafísica y la democracia física.
Si nos atenemos a la clasificación,
sin duda opinable, establecida por “The Economist”, hay en 2019 21 democracias
plenas en el mundo, definidas por un índice superior a 8. España figura en
décimonoveno lugar. Recordemos de paso que ni Estados-Unidos, ni Francia, ni
Israel, ni Italia, por citar a unos
pocos, satisfacen los criterios requeridos por el semanario británico.
Aquellas “democracias plenas” están
basadas, todas ellas, en los criterios que más rechazo suscitaban entre los
pregoneros de la utopía protodemocrática: separación de poderes, representantes
y partidos (“facciones” hubiese dicho Robespierre). Y es que, al igual que hoy, al lado de los
divos intelectuales quiméricos hubo entonces laboriosos artesanos que se
pringaron las manos con el barro predemocrático hasta el punto de navegar entre
la confusión y la contradicción de los conceptos, todavía indefinidos: “[Los ciudadanos]
no tienen que imponer su voluntad particular. Si dictasen voluntades, Francia
ya no sería ese estado representativo, sería un estado democrático. Lo repito,
el pueblo, en un país que no es una democracia (y Francia no debería serlo),
sólo debe hablar, sólo debe actuar, a través de sus representantes” (Abad
Sieyes, 7 de septiembre de 1789).
Las democracias actuales son el
producto evolutivo de las resacas y las metabolizaciones de la historia. Son simplemente la forma política más digna
jamás alcanzada por minoritarias porciones de la humanidad para tratar de
recorrer colectivamente el camino de la existencia humana, al cabo tan
“solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” hoy como en tiempos de Hobbes.
Recordemos a Rousseau: “Un gobierno tan perfecto no conviene a los humanos”.
Emitir la simple hipótesis de un gobierno democrático para las sociedades
humanas fue una demostración de “Ubris” dijeran los griegos, una afirmación de
de la desmesura occidental. El concepto de democracia presupone exigencias
sobrehumanas de modo que el más logrado de sus advenimientos será por esencia
insatisfactorio. Por esto es significativo que las andanadas tópicas dirigidas
a la “partitocracia”, a la “mediocridad de los políticos”, a la corrupción del
“sistema”, a las dudas sobre su representatividad, habitualmente aderezadas
entre argucias y sofismas, suelan proceder casi siempre de los enemigos
solapados o declarados del principio democrático. No tratan de mejorarlo sino
de torpedearlo. Claro que enemigos de la democracia, básicamente, somos todos.
Porque el demócrata sólo es aquél capaz de ejercer sobre sí mismo aquel
esfuerzo crítico de autoextracción de la naturaleza humana -a sabiendas de su
vanidad- que resume lo mejor de la cultura europea.
Cuando la democracia funciona
correctamente, puede compararse con una
respiración tranquila y regular: no somos conscientes de su existencia. Pero
cuando aprietan los problemas, sean sociales, políticos, económicos o...
nacionales la democracia no dispone de varita mágica. Es un instrumento ético
de convivencia, no una herramienta milagrosa para enfrentar los problemas de un
acontecer humano absurdo por esencia. Las soluciones, cuando existen, están más
allá del ciclo de la vida individual. Al revés, su vocación de transparencia
multiplica la percepción de las dificultades. Las leyes internas de su
funcionamiento autocrítico, las exigencias del debate contradictorio, la
multiplicidad de los intereses enfrentados, todo contribuye a aumentar el
descontento y la frustración y la democracia tiende a ser percibida
efectivamente por amplios sectores de la población como “the worst form of
government”. Cuando Churchill pronunció su definición, las
democracias estaban en situación de compararse ventajosamente con dos de las
peores entre “those other forms”. Hoy no tenemos con quién hacerlo. Los
peores atavismos de la pusilanimidad humana pueden volver a nublar los
cerebros. Pocos son los individuos que en el fondo no aspiren a recobrar la paz
de la obediencia, a renunciar a las responsabilidades del ciudadano y a buscar
refugio en la estructura jerárquica, relacional y sexual de la manada del
primate originario. Lo que resume la democracia es su fragilidad de porcelana.
Estas divagaciones desengañadas
surgieron a raíz del sentimiento de sorpresa, luego de adhesión cómplice, que
provocó en mí la lectura de un artículo de Rubén Amón graciosamente titulado:
“A Ciudadanos lo va a votar su madre y yo también”. El periodista venía a decir
que castigar a “Ciudadanos” en las urnas por el histrionismo errático de su
líder equivalía también a poner en peligro la supervivencia de una opción
política original y necesaria dentro del casposo espectro español. Una opción
europeísta, laicista, sin lastres ideológicos fósiles o meapilas, añadiría yo,
y además ajena al siniestro chapoteo de “Hunos y Hotros” en la casquería
arcaica de la Guerra Incivil. Me pareció un fundamental ejercicio de lucidez y
coherencia democrática. Como lo era su cita del politólogo francés Pierre
Rosanvallon, para recordarnos que si algunos todavía tienen claras sus
papeletas, son cada vez más numerosos quienes se resignan a las opciones
disponibles: “ya no elegimos...'deselegimos', optamos y resolvemos por
descarte”. Votar por descarte y no por adhesión desestabiliza la cerrazón
ideológica de los partidos y los obliga a estar cada vez más atentos a la
complejidad y la inestabilidad de los criterios en la sociedad civil. Larga
vida pues a la peor forma de gobierno.
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* Una apología del Estado de Partios continental impuesto por el ejército vencedor en el contexto de la Guerra Fría. El español fue montado en una tarde por Suárez, jefe del falngismo, y Carrillo, jefe del comunismo, sobre un plan estratégico de Kissinger, secretario de Estado norteamericano, y Brandt, jefe de la socialdemocracia alemana, en el contexto de la Guerra Fría. En palabras del jurista alemán que lo inventó, "carece de cualquier atisbo de representación".
(N. del E.)
(N. del E.)