Gila
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
A Cervantes lo llaman “Chervanta” fuera de España, y en España, los catalanes lo hacen nacer en el Ampurdán. Eso, por haber escrito el Quijote.
En el país de “Toma la beca y corre” no lee el Quijote ni Sofía Mazagatos, que dijo, cuando le preguntaron, estar leyendo las “obras completas” de Platón.
Con el Quijote le pasa al español lo que a Mark Twain con las palabras alemanas, que son tan largas que se le presentaban con perspectiva.
La única solución es encogerlo.
Se coge el Quijote y se lo encoge, como hacen los jíbaros con las cabezas de los jíbaros, o los chinos con los pies de las chinas, o el ministro Catalá (¡ministro de Justicia!) con Carl Schmitt, o Nieves Herrero con los sonetos de Gala.
–¿Nos puede recitar, señor Gala, un soneto cortito, que vamos cogidos de tiempo?
De encoger al Quijote se han encargado los académicos Pérez Reverte y Villanueva, no sabemos si al modo de Umberto Eco, que consintió en hacer una versión para tontos de “El nombre de la rosa”, o al modo mapuche, que es el “imbunche”.
En alguna parte cuenta Vargas Llosa que los mapuches, al niño que destaca por su belleza le cosen los párpados, las orejas, la nariz, la boca, el ano y el sexo para que degenere en monstruo: entonces lo reverencian supersticiosamente y le atribuyen poderes mágicos. Como ocurrirá con el nuevo Quijote, que ahora plantea un problema de propiedad intelectual.
¿A quién corresponden los derechos de autor, a los herederos de Cervantes o a la Academia de Pérez Reverte y Villanueva?
En Inglaterra, Huxley y Gladstone debatieron en las páginas de “Nineteenth Century” un asunto parecido, el de los cerdos gerasenos del Evangelio. ¿Eran propiedad de un judío o de un gentil? Si de un gentil, su aniquilación constituyó una injerencia injustificable en la propiedad privada. Pero ni España es Inglaterra ni Wert es Gladstone ni Huxley es Villanueva.
A Cervantes ya sólo lo puede salvar su manía de viajar a Bolivia, como Pablemos.