domingo, 6 de abril de 2025

Nobel

Harold Pinter


Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural



Dicen los periódicos al uso que es esencial leer a Pinter, el del Nobel, para saber qué nos parece el mundo. A uno, que no ha leído a Pinter, el mundo le parece un lugar extraordinario, opinión seguramente compartida por todos los lectores de Pinter, ¿o cuántos de ellos tienen intención de abandonarlo (al mundo, no a Pinter) voluntariamente?


Tiene que haber algo más interesante en ese Pinter que lo que dicen los periódicos al uso.


El elogio del auténtico pinteresquismo lo sirven sin rodeos los muchachotes de “Rebelión”, entre cuyos frutos secos surge la opinión según la cual “este premio [el Nobel] a Harold Pinter restablece de golpe [‘de golpe’: otro triunfo progresista del nominalismo] el prestigio del Nobel”. ¿Por qué? Nada es absurdo en este comediante del absurdo “comprometido con los pueblos” que es Pinter: por encima de cualquier obra, destácanse de él algunas de sus majaderías sobre el socorrido asunto del “embargo cubano” –¡ah, la Corte del Rey Sol y Menores a Buen Precio: los turistas pagando por entrar, los cubanos muriendo por salir!– y, por supuesto, su firme oposición a la “política de rapaz agresividad del gobierno de Bush”.


Paul Auster, el Xuxo de Toro de Brooklyn, tiene dicho que Bush “representa lo mismo que Le Pen”, lo cual, viniendo de un judío, puede parecer humor negro, pero sólo es otra estupidez para la enciclopedia de la estupidez –su nuevo libro– canjeable por números para el próximo sorteo de la piñata del Nobel, ése que ahora, con Pinter, ha recobrado su prestigio. Mientras el Día de la Liberación llega, este esnob escapado de la papelera del Tom Wolfe de los sesenta mata el rato escribiendo estupideces para su enciclopedia de estupideces y jugando al tresillo con los socios del Pen Club.


“Pen Club. ¿Qué quiere decir eso? –se preguntaba Thomas Bernhard, que nunca ganó el Nobel, en sus conversaciones con Kurt Hofmann–. Son una pandilla de bobos. Son tipos que están en todas las salsas y, dos veces al año, se pasan una semana en algún lugar bonito, totalmente para nada. Y, a costa del Estado, consiguen su camita de cinco estrellas. Todo espantoso.”


A Paco Rabal, en Mérida, haciendo el “Marco Antonio” de Shakespeare, los chiquillos se le acercaban y le preguntaban: “¿Usted de qué hace? ¿De Marlon Brando?” Es lo que deberían preguntar hoy los periodistas cada vez que se acercan a estos farsantes de la intelectualidad literaria cuyo único peligro, aparte la sinvergonzonería moral de que presumen, se encuentra en la banalización del mal que representan.