San Pedro
Jean Juan Palette-Cazajus
Hoy el consenso espontáneo orientará nuestros pasos hacia tierras vaticanas en modo moderato cantabile. Nuestro ritmo visitador ha sido hasta ahora bastante desenfrenado y ello tal vez a partir de un malentendido. Personalmente, uno llegó aquí con espíritu absolutamente diletante y dispuesto a una estancia relajada y contemplativa. Me temo que mis allegados, al tener que cargar con el seudointelectual de la familia, pensaran en cambio que si no manifestaban en todo momento una insaciable curiosidad artística, corrían el riesgo de verse estigmatizados en tanto que impresentables beocios. Finalmente, yo también quedé abducido por la Roma histórica y renuncié inconscientemente a la intención inicial de pasear, relajadamente atento al pulso de la ciudad. El próposito aparece ahora infantil. No hay un solo elemento social o económico de la Roma histórica que no esté pensado en función de la demanda turística. La sensación de ciudad-museo, de bellísimo fósil viviente, es incluso brutalmente superior a la que desprende París. «Todo es aquí decadencia -decía ya Stendhal, un día que tuvo malo-. Todo es recuerdo, todo está muerto. Acabo de pasar cincuenta días admirando e indignándome». Y eso que la Roma de Stendhal todavía pertenecía a otro planeta.
Guardia Suiza
Uno tiene el sentimiento de que si bien están presentes los incontables «objetos» monumentales y culturales que amueblan la ciudad, la ciudad «en sí», hablando como Kant, parece haberse retirado de sí misma. Trip Advisor tiene decidido actualmente que son 2026 las «cosas que ver en Roma». En cambio nadie ya sabe bien dónde y cómo «ver Roma». Si queda alguna articulación entre el inacabable «repertorio» de esta Roma histórica y la sociedad romana actual es, me temo, puramente tangencial. Ayer, de camino entre el edificante «happening» de la Fontana di Trevi y el Panteón, dimos un mínimo rodeo para pasar delante de las contiguas fachadas barrocas de los palacios Chigi y de Montecitorio, sedes respectivamente de la Presidencia del Consejo de Ministros y del Parlamento italiano y me pregunté si todo el personal laboral que gravita forzosamente alrededor de esta clase de instituciones contribuiría a darle al «quartiere» alguna vida que no sea la de las excursiones agropecuarias detrás de la banderita. También el Senado italiano está a dos pasos, en el Palazzo Madama. De modo que llegué a preguntarme si a la incurable debilidad «dello Stato», en Italia, no contribuiría la contaminación, por la vieja Roma delicuescente, de las representaciones políticas que acoge en su corazón. Es posible que exagere un poco.
San Pedro. Fachada
Nos apeamos en el Corso Vittorio Emmanuele II, solamente abierto en 1885, que parte en dos el meandro del Tiber. Hasta el río seguiremos andando ya que, a ambos lados, sobran «cosas que ver». Como la sobria fachada manierista de la Chiesa Nuova y la ondulante fachada barroca del Oratorio de San Filippo Neri, de Borromini, espectacularmente yuxtapuestas como si fuesen una ilustración didáctica de historia del arte. Menos de medio siglo separan la solemne piedra gris y el hieratismo de la primera, del cálido ladrillo popular y de la vibración de la segunda. En tan poco tiempo la visión del mundo también mudó paradigma. El Corso Vittorio Emmanuele II se prolonga en el puente homónimo y coetáneo. Nosotros, en tanto que seres conscientes de la historia que nos amasó, nos desviaremos a la derecha para ir a cruzar ritualmente por el Ponte Sant’Angelo que lleva en Roma desde el emperador Adriano y carga con todas las memorias de la ciudad. El puente es ahora una modesta vía peatonal y turística donde venden artesanía los senegaleses y algunos legionarios romanos de la cohorte golfante te proponen fotografías con ellos, para sacarte unos cuartos. Al menos se puede disfrutar tranquilamente de la calidad escultórica de los ángeles que puntuan ambos pretiles, debidos casi todos a excelentes discípulos de Bernini. Impresiona de cerca el Castel Sant’Angelo, e impresiona más todavía si uno recuerda que esencialmente no hizo sino aprovechar la mole cilíndrica del Mausoleo que Adriano estuvo erigiendo, anticipando y engrandeciendo la propia memoria. Decidimos visitarlo al regresar de San Pedro. Nos desviamos un poco para que mis familiares vean el curioso «passetto», el largo corredor fortificado que une los palacios vaticanos con el Castel Sant’Angelo y por donde escapó de los lansquenetes, en 1527, el papa Clemente VII. Lo han restaurado y luce recién estrenado.
San Pedro. Nave mayor
Hay fotos del «passetto» antes de aquellas obras en un contexto urbano hoy totalmente desaparecido. Según nos vamos acercando a la Plaza de San Pedro el sentimiento de familiaridad y la falta de sorpresa son la nota dominante. Gajes de la civilización de la imagen, todo nos resulta hoy, literalmente, muy visto. Toca época de andamios alrededor del tambor de la cúpula y ciertamente le afean un poco la cintura. Stendhal encontraba la fachada ridícula. Parece que el proyecto inicial de Miguel Angel era un inmenso pórtico de columnas exentas parecido al del Panteón. Impresionante desde luego, pero tal vez muy pagano para los papas. La fachada actual no es pagana sino sencillamente agnóstica y mucho más palaciega que religiosa, lo que lleva a interrogarse sobre el universo intelectual de las élites vaticanas que la encargaron. La pensó Carlo Maderno con la idea de levantar un campanario en cada extremo como se puede ver en un cuadro de Viviano Codazzi de 1630. Lo cual habría trivializado el señorío, necesariamente solitario, de la grandiosa cúpula. Ciertamente el ático le quita visibilidad a la cúpula desde la plaza de San Pedro. Pero sin el ático la fachada hubiese resultado chata y mezquina. De cerca, solo vemos fachada; de lejos se advierte su inteligente proporcionalidad. La cola para acceder a la basílica es expedita. Hasta el punto de que dudamos si sacar billete para la Capilla Sixtina. Pero mi última experiencia, y de ello hace muchos años, fue tan gregaria y esperpéntica que me siento incapaz de correr ese riesgo.
El baldaquino de Bernini
Primer contacto visual con la guardia suiza en cuyo uniforme jamás intervino Miguel Angel. Tiene poco más de un siglo, diseñado en 1914, por un señor suizo que fuera su comandante y se inspiró en algunos frescos de Rafael. Los colores amarillo, azul y rojo conmemoran las familias Della Rovere y Medici. Según accede uno al pórtico – con cierta gravedad y emoción, todo hay que decirlo - se va dando cuenta del carácter colosal de las columnas cuyo simple basamento excede, no solo la mía, sino aventajadas estaturas humanas. Al penetrar en la nave mayor la primera reacción es un sentimiento de majestuosa evidencia. Dos siglos después coincido totalmente con Stendhal: «Nada huele a esfuerzo en la arquitectura de san Pedro, todo parece grande de manera natural». Hay que recurrir a lo que sabemos previamente del edificio para hacerse cargo de sus excepcionales dimensiones. La razón es sin duda el perfecto equilibrio y armonía de las proporciones. No decae el poder de convocatoria de la «Pietà» miguelangelesca. Frente a ella, nuestra respuesta emocional lleva ya tanto tiempo programada y predeterminada que resulta desesperante la imposibilidad de la sorpresa y de una mirada limpia de polvos y pajas. Allá, a considerable distancia, se levanta el baldaquino de Bernini. Seguir viaje relajado y sereno por la nave central ayuda a entender cómo el artificio humano más grandioso puede volverse naturalidad canónica. Entretanto, el lejano baldaquino se va acercando y creciendo progresivamente.
Algo más que de este mundo
Stendhal recuerda que es más alto que el propio palacio Farnese. Durante la fase de aproximación, llega el momento en que sus 29 metros de bronce terminan minimizándole a uno y este es el instante en que el propio baldaquino queda a su vez minimizado por la apabullante aspiración de la cúpula que se abre de repente sobre nuestras cabezas. Tocante a esta, el tropel de adjetivos previsibles retrocede intimidado en la garganta. Es la única manera de asombrarse sin ponerse rimbombante. Se cuelan por las ventanas del tambor unos rayos de luz tamizada que la hacen un poco flotante e irreal como una nave fantasma: es de este mundo pero hay algo más. Me da por pensar en los andamiajes y las cimbras, tan colosales como la propia cúpula, que hizo falta levantar para construirla. Aquello fue tan admirable como el propio resultado de la obra. ¿Cuántas personas se caerían desde las alturas vertiginosas? Me imagino que habrá datos en los documentos históricos. Las posibilidades y las consideraciones humanas han cambiado aquí de paradigma mental.
El baldaquino de Bernini
En otro sentido también hemos decidido hacerle caso a Stendhal: «Si el extranjero que entra en San Pedro decide verlo todo, le entrará un tremendo dolor de cabeza y pronto la saciedad y el dolor lo volverán incapaz de cualquier disfrute». Muy serios y convencidos, como millones de peregrinos antes que nosotros, hemos acudido a tocar el desgastado pie del San Pedro de Arnolfo di Cambio, en la base del pilar norte de la cúpula. Luego seguiremos deambulando apaciblemente, con algún alto especial y espacial, por ejemplo frente al enfático sepulcro de Alejandro VII donde Bernini introdujo un truculento esqueleto dorado – el que avisa no es traidor – que blande premonitorio un reloj de arena. Los barrocos, con aquel su clímax declamatorio, demostraron definitivamente que no hay palabra humana sobre la Muerte que no sea desesperada pataleta retórica. Delante de nosotros un católico chino se dedica devota y metódicamente a rellenar botellitas con el agua bendita de una pila.
Anochece