J. B. y la música callada de la semiótica
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Empezamos a no distinguir los días de huelga de todos los demás, bien porque el imperio del paro vuelve anacrónico el propio concepto de día laborable, bien porque últimamente se fatiga tanto la convocatoria de huelgas y manifas que ya no hay forma de mantener en alto el espíritu revolucionario y hasta al Che se le ponía mirada aburguesada de sobremesa con mate en algunas de las tiernas octavillas totalitarias que ayer alfombraban mi barrio.
Por la mañana el Congreso comparecía vallado como para absorber el descarrilamiento del monorraíl de Gotham, pero lo cierto es que a esas horas toda la amenaza quedaba representada por una pareja de entrañables perroflautas en solitaria y aguerrida lid prodemocrática, él con megáfono arrojadizo de ripios sesentayochistas, ella con pancarta acusatoria de tramas de corrupción. Un helicóptero superfluo nos sobrevolaba los tímpanos. Por las calles contiguas del Barrio de Cortes se echaba a faltar –justo es reseñarlo– el bullicio cotidiano: los viandantes pisaban desorientados la moqueta urbana del papeleo sindical un poco como extras de The walking dead, yonquis del jaleo madrileño, estructural y energizante. Pero diremos a ojo que sólo la mitad de los pequeños comercios de Huertas o León tenía echado el cierre: las tahonas, las fruterías, los ultramarinos chinorris, los cafés y las boutiques afrontaban con la cartela de “Abierto” el patrullaje travieso de comanditas de joveznos desahuciados por la gillette que se paraban a entonar su canturreo enfurecido frente a cada establecimiento esquirol, en este caso un Marco Aldany de Tirso de Molina donde un par de señoras se encargaban la permanente:
—¡Hoy no se consume! ¡Hoy no se trabaja! —les espetaron a aquellas pobres pensionistas cargadas de rulos.
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