jueves, 15 de noviembre de 2012

Guindos



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    El problema filosófico por antonomasia, el suicidio, lo ha solucionado el gobierno con un decreto sobre desahucios. Para que luego se diga que España está muerta.

    España, desde luego, no es un país de ciencias, y por eso decimos que es de letras.
    
No veo a don De Guindos leyendo el “Diario de podredumbre” de Cioran como si fuera Savater. (Cioran vivía como vivimos ahora los españoles, únicamente porque podía morir cuando quisiera: “Sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.”)
    
Pero puedo verlo cavilar sobre la noticia de un suicida desahuciado como si se tratara de aquel “haiku” escrito por un piloto veinteañero de la Escuadrilla Siete Vidas antes de inmolarse en febrero de 1945:

    “¡Ojalá pudiéramos caer / como la flor de los cerezos en primavera / de manera tan pura y radiante!”

    Aquellos jóvenes eran bombas tripuladas que se hacían llamar “flores de cerezo” y que estaban educados para dar las gracias por haber sido elegidos para el suicidio.
    
Como los españoles de la Generación Mejor Preparada de la Historia, condenados a vivir (o a morir) colgados de un guindo.

    En Alemania, el país prestador, el suicidio de Goethe produjo suicidios. En España, el país prestatario, el suicidio de un desahuciado produce una ley hipotecaria.

    Y no servirá de nada, porque lo que pierde a la gente es el instinto de propiedad, que al decir del oso de Heine, Atta Troll, que era como un Ballesteros, el central del Levante, traducido por Jesús Munárriz, tiene su origen en los bolsillos.

    Desde que los hombres inventaron los bolsillos, cada uno trata de meter en los suyos lo que debiera estar a disposición de todos.

    Para acabar con el andancio de suicidios, no hay que quitar los pisos, sino los bolsillos.

Juan Belmonte, poco antes de lo suyo