Madridista en la iglesia de los Sagrados Corazones
media hora antes del partido
Sarabia se quedaba solo enredándose en la cosa de la pegada, la fácil
guantá que sin mérito ni virtud el Madrid le pega al rival convertido en
mosca. Y dejaba una perla inolvidable que era Boskov contándonos un cuento:
-El Madrid es el Madrid y el partido se ha acabado
-El Madrid es el Madrid y el partido se ha acabado
Hughes
Antes del Dortmund llegaba el Zaragoza, que viste parecido, pero no es lo mismo. El Madrid iba recomponiendo su defensa, con Ramos en el lateral y como central Albiol, que se ha dejado la barba de tío interesante que lucen Xabi y Pirlo, pero que tampoco es lo mismo.
Por las muertes en el Madrid Arena se guardaba un minuto de silencio que es como cualquier minuto del Bernabéu pero con una música de aleluyas por encima.
Por las muertes en el Madrid Arena se guardaba un minuto de silencio que es como cualquier minuto del Bernabéu pero con una música de aleluyas por encima.
Ramos miraba al cielo y en eso se notaba que él es capitán, porque los capitanes, desde Raúl, un poco por la cosmovisión naif del futbolista y otro poco buscando una concentración sobrehumana, miran a Dios de tú a tú.
Mou con mala cara, con ese ardor congénito que parece que tiene, iba de gris y blanco, Mou, plata y cana.
En el Zaragoza un señor que yo no conocía que resultó ser el segundo de Jiménez, que estaba sancionado. Llevaba este hombre una corbata imposible y parece que estrenaba brazos, porque iba haciendo incómodamente ese gesto de observar el partido que hacen los entrenadores con poca naturalidad. Digo yo que ese gesto lo puede hacer un primero, pero nunca un segundo. Karanka, por ejemplo, no cruza los brazos. Cruzar los brazos como contemplativo lo puede hacer el primero. Había un tercer hombre en el banquillo maño que también llevaba la corbata azul imposible (¡estampado de cuadrados cachirulos!) y que estaba para darle las instrucciones que tecnológicamente recibía de Jiménez. Lo hacía a mano tapada, gesto prudente aunque quizás innecesario. La pregunta era evidente: ¿Por qué no se ponían en contacto directamente Jiménez y su segundo por el pinganillo? El segundo, insisto, al pasar a primero asume esa autonomía de contemplativo que no debe ser jamás perturbada, con el caminar de pintor que parece estar a puntito de dar la pincelada.
Mourinho tomaba notas, deshaciendo la crónica del cronista, no se sabe si anotando lo que se desviaba de su partido inicial o improvisando el verso táctico.
El Madrid salía con Essien y Modric a los mandos y Cristiano y Di María cayendo en bandas, muy patilludo el equipo, muy abierto y puñalero. Arbeloa y Di María, a contrabanda, parecían a veces otros jueces de línea mirando el partido. Özil no aparece mucho, pero el caso es que luego llega el descanso y al enfocarle el cámara el tío sale sudando la gota gorda. ¿Dónde se mete Özil? Pareciera que corriese en contradirección, huyendo siempre de la pelota por orden táctica para generar espacio, desconcierto y esa sensación tan cara de la movilidad.
Modric comenzaba hoy su acción organizativa desde atrás. Es un futbolista animoso, optimista, que parece que da un respingo siempre al coger la pelota. Su fútbol es binario: finta y pase, regate y pase y parece un tiquitaca solitario y feliz, nada dogmático. Essien me recordó un poco los tiempos de Flavio y Makelele, ese logro de Del Bosque, cuando el mediocampo del Madrid eran apenas tropismos.
Y como cae un níspero, mezcla de sazón y gravedad, pero sin ningún ruido, llegó el gol del Madrid en un córner, un balón que quedó suelto y remató Higuaín. Luego el segundo, una acción de Di María que primero intentó el pase exterior, después lo que en el recreo llamábamos un trallazo y finalmente el remate colocado, varios suertes sucesivas de su zurda automática y cerebral.
Esta naturalidad de los goles del Madrid me hizo recordar el gol de Manuel Pablo, que esta semana marcó por primera vez en una década. Los compañeros le abrazaban jubilosos como se abraza al amigo feo que tras años de discoteca consigue finalmente llevarse a una de la mano.
En toda la primera parte hubo una única parada de Íker, de fucsia chillón, color divertido, color culpable de beso de amante joven en la camisa.
El partido a estas alturas era un bodrio notorio. Reducido el antimadridismo a Madrid, estos partidos no tienen ya ni el aliciente del rencor regional. Si hasta Movilla estuvo formalito. Movilla, pivote eterno, siempre me ha parecido un jugador extraño con aires de jugador aficionado. Me lo imagino siempre gritando “¡mucho!¡mucho!” a los compañeros y creo que ha tenido demasiado muslo para realizar el fútbol fino que él pretendía.
Y por si el bodrio fuera menudo, de comentarista estaba Sarabia, que nos hace desear a gritos a Manolo Sanchís. Sarabia, que al Madrid no le toca nada, no se sabe si está ahí estratégicamente colocado para ir aletargando al madridismo o por ser el único que con su hablar pausadísimo puede estar a la altura de estos partidos domésticos de tanta lentitud. Como si nadie pudiese hablar tan lento como rueda la pelota, porque Sarabia pronuncia las frases dejando a su mitad una cesura de hastío y parece que el locutor le tiene que dar un puntapié para que se anime a terminar. Sarabia, ahora comprendemos a Clemente, es un gran cansado.
Mourinho tomaba notas, deshaciendo la crónica del cronista, no se sabe si anotando lo que se desviaba de su partido inicial o improvisando el verso táctico.
El Madrid salía con Essien y Modric a los mandos y Cristiano y Di María cayendo en bandas, muy patilludo el equipo, muy abierto y puñalero. Arbeloa y Di María, a contrabanda, parecían a veces otros jueces de línea mirando el partido. Özil no aparece mucho, pero el caso es que luego llega el descanso y al enfocarle el cámara el tío sale sudando la gota gorda. ¿Dónde se mete Özil? Pareciera que corriese en contradirección, huyendo siempre de la pelota por orden táctica para generar espacio, desconcierto y esa sensación tan cara de la movilidad.
Modric comenzaba hoy su acción organizativa desde atrás. Es un futbolista animoso, optimista, que parece que da un respingo siempre al coger la pelota. Su fútbol es binario: finta y pase, regate y pase y parece un tiquitaca solitario y feliz, nada dogmático. Essien me recordó un poco los tiempos de Flavio y Makelele, ese logro de Del Bosque, cuando el mediocampo del Madrid eran apenas tropismos.
Y como cae un níspero, mezcla de sazón y gravedad, pero sin ningún ruido, llegó el gol del Madrid en un córner, un balón que quedó suelto y remató Higuaín. Luego el segundo, una acción de Di María que primero intentó el pase exterior, después lo que en el recreo llamábamos un trallazo y finalmente el remate colocado, varios suertes sucesivas de su zurda automática y cerebral.
Esta naturalidad de los goles del Madrid me hizo recordar el gol de Manuel Pablo, que esta semana marcó por primera vez en una década. Los compañeros le abrazaban jubilosos como se abraza al amigo feo que tras años de discoteca consigue finalmente llevarse a una de la mano.
En toda la primera parte hubo una única parada de Íker, de fucsia chillón, color divertido, color culpable de beso de amante joven en la camisa.
El partido a estas alturas era un bodrio notorio. Reducido el antimadridismo a Madrid, estos partidos no tienen ya ni el aliciente del rencor regional. Si hasta Movilla estuvo formalito. Movilla, pivote eterno, siempre me ha parecido un jugador extraño con aires de jugador aficionado. Me lo imagino siempre gritando “¡mucho!¡mucho!” a los compañeros y creo que ha tenido demasiado muslo para realizar el fútbol fino que él pretendía.
Y por si el bodrio fuera menudo, de comentarista estaba Sarabia, que nos hace desear a gritos a Manolo Sanchís. Sarabia, que al Madrid no le toca nada, no se sabe si está ahí estratégicamente colocado para ir aletargando al madridismo o por ser el único que con su hablar pausadísimo puede estar a la altura de estos partidos domésticos de tanta lentitud. Como si nadie pudiese hablar tan lento como rueda la pelota, porque Sarabia pronuncia las frases dejando a su mitad una cesura de hastío y parece que el locutor le tiene que dar un puntapié para que se anime a terminar. Sarabia, ahora comprendemos a Clemente, es un gran cansado.
La segunda parte la resumiré así: el fútbol moderno tiene la perversión
del dominio zonal y prohíbe el contragolpe. El Madrid, ganando dos a
cero al Zaragoza, no puede con naturalidad irse atrás y esperar la
contra, sino que tiene que ensayar una dominación porque es dogma que
nada debe cambiar
En el descanso, el realizador, habiendo setenta mil tíos (¡y tías!) en el estadio, optaba misteriosamente por alargar plano sobre un tipo con la cara que debía de tener Sánchez Arminio cuando estaba en la mili.
La segunda parte la resumiré así: el fútbol moderno tiene la perversión del dominio zonal y prohíbe el contragolpe. El Madrid, ganando dos a cero al Zaragoza, no puede con naturalidad irse atrás y esperar la contra, sino que tiene que ensayar una dominación porque es dogma que nada debe cambiar.
El locutor recordaba durante el partido una frase de Relaño: el fútbol es cosa de momentos, que es prima hermana de la otra: el fútbol es un estado de ánimo, pero contradictoriamente se trata de imponer sobre la psicología del futbolista, que ya de por sí no es la de un opositor a notarías, el tostón del debe-ser táctico, y así, el jugador cansado, satisfecho y desmotivado tiene que seguir como si nada hubiese pasado. El contragolpe, que es alternar el rol y hacer surgir el espacio, que es de nuevo alegría, correteo y vislumbre del gol se convierte en tabú derechista, en defensivismo de equipo pequeño.
Esto de atacar igual cuando se gana 4-0 es como tener que hacerle la corte a la mujer tras veinte años de matrimonio. Esto es descabellado y así pasa lo que pasa: un equipo que quiere mandar y no puede y otro que no quiere y le obligan.
Y así, al final, en la única contra de la segunda parte llegó el gol de Essien.
En el Zaragoza había entrado un jugador Romaric, que es como Romario en croata, pero que llamándose Romaric seguía siendo negro.
Me gustaron Montañés, un pequeño Overmars, extremo zurdo de arranque diagonal, y Abraham, que hizo despertar en Sarabia inusitadas exclamaciones. Luego entró Aranda, canterano al que el estadio prefirió ignorar.
Al final, antes del cuarto gol de Modric, había entrado Nacho. El muchacho, hermoso muchacho, recibió una ovación sin causa y muy voluntarioso encimó al rival como el toro al picador (¡canterano saliendo de Toril!).
Pitó el árbitro con amplitud de pecho arbitral y el cuatro a cero se hizo quiniela; los jugadores salían flechados hacia su noche de presentadoras, modelos, aspirantas y suripantas y Sarabia se quedaba solo enredándose en la cosa de la pegada, la fácil guantá que sin mérito ni virtud el Madrid le pega al rival convertido en mosca. Y dejaba una perla inolvidable que era Boskov contándonos un cuento:
-El Madrid es el Madrid y el partido se ha acabado.
La segunda parte la resumiré así: el fútbol moderno tiene la perversión del dominio zonal y prohíbe el contragolpe. El Madrid, ganando dos a cero al Zaragoza, no puede con naturalidad irse atrás y esperar la contra, sino que tiene que ensayar una dominación porque es dogma que nada debe cambiar.
El locutor recordaba durante el partido una frase de Relaño: el fútbol es cosa de momentos, que es prima hermana de la otra: el fútbol es un estado de ánimo, pero contradictoriamente se trata de imponer sobre la psicología del futbolista, que ya de por sí no es la de un opositor a notarías, el tostón del debe-ser táctico, y así, el jugador cansado, satisfecho y desmotivado tiene que seguir como si nada hubiese pasado. El contragolpe, que es alternar el rol y hacer surgir el espacio, que es de nuevo alegría, correteo y vislumbre del gol se convierte en tabú derechista, en defensivismo de equipo pequeño.
Esto de atacar igual cuando se gana 4-0 es como tener que hacerle la corte a la mujer tras veinte años de matrimonio. Esto es descabellado y así pasa lo que pasa: un equipo que quiere mandar y no puede y otro que no quiere y le obligan.
Y así, al final, en la única contra de la segunda parte llegó el gol de Essien.
En el Zaragoza había entrado un jugador Romaric, que es como Romario en croata, pero que llamándose Romaric seguía siendo negro.
Me gustaron Montañés, un pequeño Overmars, extremo zurdo de arranque diagonal, y Abraham, que hizo despertar en Sarabia inusitadas exclamaciones. Luego entró Aranda, canterano al que el estadio prefirió ignorar.
Al final, antes del cuarto gol de Modric, había entrado Nacho. El muchacho, hermoso muchacho, recibió una ovación sin causa y muy voluntarioso encimó al rival como el toro al picador (¡canterano saliendo de Toril!).
Pitó el árbitro con amplitud de pecho arbitral y el cuatro a cero se hizo quiniela; los jugadores salían flechados hacia su noche de presentadoras, modelos, aspirantas y suripantas y Sarabia se quedaba solo enredándose en la cosa de la pegada, la fácil guantá que sin mérito ni virtud el Madrid le pega al rival convertido en mosca. Y dejaba una perla inolvidable que era Boskov contándonos un cuento:
-El Madrid es el Madrid y el partido se ha acabado.
Madrileños merendando en el atrio de la iglesia de los
Sagrados Corazones media hora antes del partido
Merchandising del partido
La Décima
Las alineaciones
Cien victorias de Mou
La mochila de Íker (el saco de los goles), único souvenir madridista
en El Corte Inglés de Bilbao el viernes, 2 de noviembre