Memento J. B.
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Yo me temo que la muerte, como la unidad nacional o el puesto de trabajo, ha dejado de ser un asunto español. El subrayado funebrismo ibérico, el barroco bodegón con calaveras, el misticismo alentado por la convicción de que la vida es sueño y vano el mundo, el orgullo legionario de cortejar a la parca, la musitación del “Señor, llévame pronto”... todas estas cosas se van diluyendo en la fofa caracterología estándar de la aldea global. Bien se advierte en la creciente afición del periodismo patrio a los fastos lerdos de Halloween y un correlativo fastidio al despachar la consabida pieza de primero de noviembre sobre cementerios, crisantemos y familias acordándose de sus muertos.
Aunque quizá este nuevo desprestigio de la fosa resulta compatible con la vieja necrofilia, como señaló Ruano, especialista en adioses:
—Resulta curioso que los españoles esquivemos muchas veces hablar de la muerte o lo que a ella se refiera, cuando la obsesión nacional es precisamente la muerte y no hay una literatura ni una pintura con tanta recreación de la idea de la muerte como las nuestras. Por otra parte, también hay días en que está uno como harto de hablar de la vida.
A mí personalmente me gusta pasear entre las tumbas de los camposantos, y no por romanticismo –el gabán raído y la melena desordenada bajo la gélida brisa, posando para un Friedrich o un Turner imaginarios–; me gusta por razones nada literarias y bien prácticas: el silencio efectivamente sepulcral, el color del musgo, la fiel memoria de una viuda arrodillada sobre la huesa de su finado marido, la sensata conversación de un sepulturero, la cursilería de ciertos epitafios, las pétreas posturas de los serafines trompeteros que anuncian el apocalipsis, la relativización, en definitiva, de la crisis que procura contar nichos. La muerte está llena de valores, como ven.
Aunque quizá este nuevo desprestigio de la fosa resulta compatible con la vieja necrofilia, como señaló Ruano, especialista en adioses:
—Resulta curioso que los españoles esquivemos muchas veces hablar de la muerte o lo que a ella se refiera, cuando la obsesión nacional es precisamente la muerte y no hay una literatura ni una pintura con tanta recreación de la idea de la muerte como las nuestras. Por otra parte, también hay días en que está uno como harto de hablar de la vida.
A mí personalmente me gusta pasear entre las tumbas de los camposantos, y no por romanticismo –el gabán raído y la melena desordenada bajo la gélida brisa, posando para un Friedrich o un Turner imaginarios–; me gusta por razones nada literarias y bien prácticas: el silencio efectivamente sepulcral, el color del musgo, la fiel memoria de una viuda arrodillada sobre la huesa de su finado marido, la sensata conversación de un sepulturero, la cursilería de ciertos epitafios, las pétreas posturas de los serafines trompeteros que anuncian el apocalipsis, la relativización, en definitiva, de la crisis que procura contar nichos. La muerte está llena de valores, como ven.
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