miércoles, 15 de febrero de 2017

Lo invivible



Hughes
Abc

Desde hace un tiempo, ante la actualidad, cuando leo una noticia o una columna suelo expresar sin querer y de un modo absolutamente espontáneo la misma palabra: “Impresionante”. Se me ha quedado como una muletilla. Como cuando de adolescente descubres la ironía y te pasas el día diciendo “patético”.

Pero en este caso no es porque la palabra guste y haya que utilizarla. Es que es un acto reflejo. Me ha tranquilizado mucho observar que lo mismo le ocurre a dos amigos. Sorprendo a la gente reaccionando igual ante algunas cosas. “Impresionante”. Pero en mi hay una expresión superior que no dejo de utilizar. Es un paso más allá en el estupor. La palabra es “invivible”. Esto es invivible. Esto lo digo cuando “impresionante” no es suficiente.

¿Qué es lo invivible? Esto es justo lo que me maravilla. No lo sé con seguridad, pero es algo muy poderoso. Es un grado de desconcierto que linda con dos cosas. Por un lado, con lo existencial. Con la angustia existencial. No es existencialismo unamuniano, de corte religioso. Es como más profundamente filosófico. Es algo que deriva de la falta de representación. La falta de representación es tal que hace dudar de la propia existencia. Uno se llega a preguntar si existe, y si realmente está pasando lo que ocurre alrededor. La preocupación por el propio ser, las dudas sobre las estructuras de lo real surgen en este caso, no de la duda religiosa, sino de la política.

Cuando veo a Maillo en un sitio, y a Urbán en el otro. ¿Qué puedo decir sino ¡invivible!? Es un efecto, sí, de la duración marianista, de la maillocracia. Es un efecto del Consensus Absolutus. Del páramo matrix de la inteligencia. De la repetición incesante de la misma papillita incoherente, falaz, absurda.

Lo invivible es un angst ibérico, entre Zubiri y Ozores, entre Unamuno y Jess Fraco, que a mí me trae a la cabeza esa película de La Cabina. El hombre ibérico, representado mejor que nadie por López Vázquez, se encuentra encerrado, se da cuenta y lanza ese grito mudo que lo conecta (por la vía de la carencia y de la negatividad, y muchas décadas después) con Europa.

Lo “invivible” me ha surgido de los labios como una forma espontánea de existencialismo castizo. Como reacción a lo puramente español y por tanto sólo español y por tanto “no libre”. Esta desesperación que nace de la incomprensión, que pasa luego por la duda sobre el propio ser, que siente la realidad como una broma y después como una cárcel, adquiere tras eso el tono del terror. Un terror suave, una forma de ansiedad general. Es el instante de la mínima lucidez, el chispazo de reconocimiento antes de volver a ser devorados por algo.

Tiene de bueno que lo invivible, el angst cañí, nos conecta con las corrientes mundiales de la desazón, huyendo de la placidez de charca (Camba) y de todas las comodidades del qué-bien-se-vive-en-España. El yo soy yo y mi circunstancia, bibelot orteguiano, fue anquilosado en el consenso, es decir, la fusión con mi circunstancia. Eso alejaba el trabajo vitalista del yo en el manejo de su situación.

Esto que vivimos es el agotamiento de un remoto vitalismo de tipo germánico. De esa parálisis a veces despertamos, como José Luis López Vázquez, como en esas pelis españolas de los 70 en las que el zoom arrojaba a veces un imprevisto relámpago de terror. Porque es así. Lo “invivible” ha de ser sentido como un zoom sobre el terrorífico costumbrismo. Costumbrismo y zoom (zoom como penetración instantánea, limitadísima) para lograr esa mínima apertura al propio horror.

“Invivible” es lo último que diremos al amigo antes de la huida, o antes de la soledad absoluta. Como una capitulación que al final tiene aún la salvación de su “catalanización”. Diciendo “invivibla” al final podría retomarse la palabra hacia unos lugares cómicos. Pero de esta última voluta daliniana hablaremos otro día. Yo quisiera ir recogiendo aquí formas actuales, políticas, artísticas, de lo invivible.