viernes, 10 de febrero de 2017

Crimen y castigo

Crimen y Castigo
Vladimir Kush

Jean Palette-Cazajus

Dí por terminada mi larga -¿pesada?-  serie titulada “Agnus Dei qui tollis...”. El ex fumador lucha contra la tentación del último pitillo, yo creo tener dominado el mono del  último “apéndice”. Pero cuando la realidad de nuevo viene a refrendar algunos de los conceptos básicos que intentamos aislar a lo largo de los últimos meses, siento la obligación de comentarla, aunque sólo sea para razonar que “las alegres castañuelas” de mi pesimismo, como lo adjetiva un caritativo amigo, tienen alguna base.

Me sorprendió hace algunos días el contenido de la revista de prensa internacional dedicada por la emisora France Culture al trágico atentado contra una mezquita de la ciudad de Québec. Aparentemente, varios medios internacionales se quejaban de la escasa cobertura que, según ellos, había recibido el siniestro suceso en comparación con cualquier atentado islamista. Algunos, aparentemente, habían descubierto la causa: el crimen había sido cometido por un hombre blanco y cristiano. Luego, nuestro racismo congénito, nuestra arrogancia innata y nuestra mala fe originaria,  sólo nos podían llevar a minimizar el asunto.


Edwy Plenel y Tariq Ramadan

En ningún momento, pero me puedo equivocar, me dio la sensación de que fuera escasa o inapropiada la cobertura mediática recibida por dicho atentado. En cambio intuí desde un primer momento, la inmensa alegría, el alivio de ciertos sectores frente a un acontecimiento que reconducía el tren de la historia por los debidos raíles. Llevábamos demasiados años de constantes y sangrientos atentados a manos de quienes nuestro definitivo sino expiatorio había etiquetado como los “inocentes” y las “víctimas” del ineluctable sentido -poscolonial- de la Historia. Para muchos aquel fracaso del plan previsional de la teleología histórica resultaba duro de tragar y lo va a seguir siendo. Pero hete aquí que por fin un “malo” histórico cumplía con el papel que le incumbía, por fin el casting de la peli se correspondía con la corrección ideológica. Presumo de tener algo de lucidez en estas cosas. No tengo mérito alguno. Paso la mayor parte del tiempo en un país donde ciertos medios y ciertos sectores políticos llevan años previniendo “contra la guerra civil que nos amenaza”. Para muestra, el ex trotskista y ex director de Le Monde, Edwy Plenel, que vaticina desde hace años, el siempre inminente salto hacia la violencia indiscriminada contra los musulmanes, por parte de “ciertos grupos de ultraderecha”.


 G.Bouchard (izqda) y Ch.Taylor (dcha), padres del multiculturalismo canadiense

De modo que hemos tenido que oír durante años y las seguiremos oyendo, sus “explicaciones” (“¡ojo!, no he dicho justificaciones”, suele ser la coletilla impepinable) destinadas a convencernos de que, si nos matan, es porque, dialéctica e históricamente, nos lo merecemos. Mientras, se dedican a acosar una sociedad abierta, pacífica y tranquila acusándola de crímenes jamás cometidos pero, de alguna manera, “preintencionales”. Acuérdense de “Minority Report”, la turbadora película de Spielberg, sustituyan la fantasía de la ficción por la prosa del dogma y aderécenla con el peor sectarismo ideológico.

Seamos sinceros, soy el primero en extrañarme de que a ningún tarado se le fundieran los plomos en los últimos meses. En algunas ocasiones han aparecido pintadas, salpicadas con faltas de ortografía, en las paredes de algunas mezquitas; en otras, han dejado en la puerta del oratorio alguna cabeza de cerdo y hasta ha habido algún serio intento de incendio. Todas las sociedades supuran por llagas varias y ninguna dejará nunca de hacerlo. Creo que las nuestras son, comparativamente, bastante menos hediondas. Pienso incluso que los actos antimusulmanes han sido muy inferiores a los que podían, estadistícamente, temerse tras tan interminable serie de atentados. En ningún caso, hasta ahora, ha habido que lamentar ninguna tragedia. Los detenidos por aquellas burradas solían arrojar un mismo perfil: fracaso escolar, desclasamiento social, miseria ideológica, lumpenización. Pero frente a la estadística suele saltar la excepción como lo mostró la procedencia, social y educativa, del asesino de Quebec.


 Mathieu Bock-Côté

La tragedia ha surgido donde no se la esperaba. Aparentemente. Una de las debilidades de mi aludida serie ha sido cierta indeterminación del objeto mismo del trabajo. Hablaba unas veces de Europa, otras de Occidente. Pero ¿acaso se puede identificar Europa con Occidente? Es lo que hice para poder centrar un trabajo al fin y al cabo demasiado condensado. Bien era cierto que América Latina, EEUU y Canadá son otras facetas particulares de Occidente. En realidad cualquier persona medianamente interesada en la realidad canadiense habría podido inferir que aquel país albergaba numerosos factores de riesgo y, más particularmente, el Quebec francófono. 

Como sabe todo el mundo, el pionero y gran gurú del multiculturalismo fue el canadiense Charles Taylor. La situación actual del país lleva la marca de su fuerte impronta. La “Comisión (Gérard) Bouchard – (Charles) Taylor” fue la encargada en 2008 de elaborar el marco legal que definiera las prácticas cotidianas de una apuesta multicultural a la que los francófonos dieron el nombre de “accommodements raisonnables”. “Acomodos razonables” que consisten también en amparar todas las demandas de las comunidades religiosas o étnicas sobre costumbres, festividades, vestimentas, hasta la privatización del espacio público. Uno de los libros de filosofía política más interesantes del pasado año fue sin duda “El multiculturalismo como religión política”, un duro alegato del politólogo quebequés Mathieu Bock-Côté. Una de sus tesis centrales es que el  multiculturalismo supone la inversión del deber de integración. Es decir que si pensábamos, de forma ingenua, que al recién llegado era a quien le correspondía integrarse a la cultura del país de acogida, es hora de cambiar el chip.  Ahora es al revés, se trata de adaptar nuestra historia, nuestro pasado, nuestras referencias, a la cultura del recién llegado de tal manera que sus valores, cualesquiera que sean, no corran peligro de sufrir el menor resfriado.


 ¿Quien es quebequés? Identidad y multiculturalismo

Otra idea central del libro es la consideración del multiculturalismo canadiense como una máquina de guerra contra los francófonos. Según Bock-Côté, se trata de neutralizar el peso del particular substrato histórico y cultural de la comunidad francocanadiense, cofundadora, por no decir fundadora, del país. Para ello se pretende así definir el Canadá como una  amplia colección de “minorías”, a través de las cuales se rinde culto a la diversidad generalizada y a la diferencia erigida en valor per se. Vemos así cómo se potencia la tentación adolescente de un “presentismo” absoluto, mediante el cual se trata de negar o de borrar el pasado histórico. Al mismo tiempo, la despreocupación por las consecuencias futuras sobre la cohesión de la nación o su simple viabilidad parece absoluta. Hay numerosas razones históricas que me llevan a ser comprensivo con los independentistas del Quebec. Pero me invade la consternación cada vez que leo algo sobre la habitual presencia de “observadores” francocanadienses en las ocasiones señaladas del nacionalismo catalán. Tratándose de dos situaciones históricas absolutamente ajenas, incomparables e incompatibles. Es probable que la sociedad de diseño post hippie que el oportunista francófono Justin Trudeau trata de vender a los canadienses, con técnicas publicitarias dignas del show business, tenga los días contados. Cada vez son más numerosos los canadienses exasperados por la atomización de su sociedad, su dilución cultural y la prepotencia de los integrismos religiosos. Los francófonos se sienten particularmente víctimas de tal situación. Quedó así revelada la existencia de un tumor infeccioso en el seno de la sociedad. La presencia de un tumor societal deja siempre abierta la lejana posibilidad estadística de que la lesión supure a través del crimen. Ocurrió. Ocurrió cuando debemos recordar que eran infinitamente mayores sus posibilidades de no ocurrencia. Por eso no creo que sea un crimen representativo. Ni siquiera sintomático de un momento mental de la sociedad. No existen detrás del energúmeno de Quebec, miles de candidatos a hacer lo mismo. No existen estratos sociales dispuestos a jalear el crimen o al menos a justificarlo.

Pero, estas últimas semanas, la legítima consternación del mundo occidental se ha expresado en más de una ocasión con arreglo al guion que me he hartado de comentar: renovada fe en la inocencia esencial del Otro, renovada confirmación de nuestra culpabilidad fundamental. No sé si debo recordar que, sobre la base de nuestro arrepentimiento histórico, fuimos nosotros los que establecimos el definitivo reparto de los papeles. De modo que algunos nos han dado a entender, con evidente alivio, que el peso del odioso crimen canadiense equilibraba en el platillo de la balanza los incontables atentados islamistas del pasado reciente y creo intuir que parte de los venideros. Ni en sus tardes de máximo optimismo hubiese soñado el legendario Alcoyano con semejante empate.


Culpabilidad
 W. Bouguereau