Hughes
En un artículo reciente en la sección Ideas, Javier Bilbao hacía un balance de los años 90 y salvaba el cine norteamericano.
La nostalgia quizás nos ciega con muchas cosas de esa década, pero no con el cine, probablemente mejor de lo que recordábamos.
Las películas de entonces, vistas ahora, nos ofrecen a menudo una comprensión nueva. Simbolismos que se abren como higos frescos…
Un ejemplo es la película Un día de furia (Falling down), del año 1993 (la pueden encontrar en Netflix y Filmin).
Algunos la recordarán como la película en que Michael Douglas se parece más a Ortega Cano. Otros como aquel film en el que un hombre ordinario estalla, sin paciencia para aguantar todas esas cosas que de manera normal aguantaríamos…
La película queda en el imaginario como posibilidad antisocial, como posible liberación individual.
Pero la película es mucho más que eso y tiene algo profético. Se diría que es una película alt right dos décadas antes. En EEUU ya ha sido valorada como tal, pero (humildemente) no han agotado las posibilidades de la película, su naturaleza y riquezas anticipatorias…
Y es curioso, porque el director, Joel Schumacher, era considerado un ‘liberal’, un demócrata, pero la película es un artefacto trumpiano mucho antes de Trump. Y digo Trump por ser una forma reconocible de encapsularla, porque va más allá.
La película es una odisea. El personaje de Michael Douglas (William) quiere volver a casa. Sale del coche en pleno atasco para volver caminando, aunque ya no es su casa. Y nadie le espera, más bien al contrario. Era su casa. Ahora es la casa de su ex mujer, donde ella vive con la niña de los dos. Es su cumpleaños y quiere felicitarla.
La película es un periplo de obstáculos a través de la ciudad de Los Ángeles, y esos obstáculos aparecen como niveles de crítica…
William no sale armado. Sale de casa con un maletín con un sándwich y un plátano. Las armas serán las que encuentre en cada fase, como pantallas de un videojuego.
Primero, la tienda de un coreano. Allí comienza a perder la paciencia. Solo quiere pagar y comprar un refresco. Aparece una crítica que se diría xenófoba. «Vienes a mi país, te llevas mi dinero y no hablas mi idioma». William (Douglas) recuerda con nostalgia los precios de 1965 y destroza el local con un bate.
Después se encuentra con pandilleros ‘latinos’ en un descampado. Repele su hostilidad con más fuerza. Territorialidad. Luego su respuesta será aún mayor.
También criticará a los bancos, que marginan a los «económicamente no viables», como él.
Después manifestará su ira con las obras públicas, entendidas como un irritante subterfugio para la explotación fiscal. Hay una crítica liberal a la intervención y los programas de gasto público. Contra las obras usará un obús. Ahí es donde se hace violento, bordeando el terrorismo libertario.
Pero el personaje no es un ultra. Tampoco un racista. Se siente reflejado en un negro «inviable económicamente», y cuando dispara el obús lo hace ayudado por un niño también negro con el que siente una empatía instintiva.
También tiene un episodio con un nazi, en el que hace explícita su ideología. Rechaza con asco y violencia al fanático (y con ello, las tentaciones políticas europeas). «¡No somos iguales! Yo soy norteamericano. Creo en el derecho a la libertad de expresión y a disentir».
Su ira es distinta. También se manifiesta, en el episodio de la hamburguesería, contra el absurdo desquiciante del mundo corporativo cuando quiere desayunar y no le dejan. La imposibilidad incluso de consumir. La intranquilidad incluso en la dimensión menor de consumidor…
William/Michael es como un Quijote que va tropezando con aspectos de la vida moderna ante los que se rebela.
Así llega al campo de golf, que atravesará en un incidente con ricachones que juegan vestidos como seres cómicos que parecen representar al viejo partido republicano y a unas élites abusivas e insolidarias encerradas en su campo-fortaleza.
En su recorrido, William atraviesa espacios vedados, territorialidades que se le niegan, hasta su propia casa inaccesible. Espacios privados y no tan privados que se le han cerrado. Su caminata es una recuperación, una reapropiación (¿de su propio país o de un lugar público y común perdido?) que culminaría en su casa-excasa, donde también se custodian sus recuerdos, su identidad completa cercenada, a la que solo puede acercarse como criminal.
Todo lo rechaza abiertamente el protagonista, con una hostilidad sincera que, décadas después, ha tomado forma de discurso político. La vemos y la película nos parece actualísima. Parece mentira de tan actual, como si su existencia escandalosa solo pudiera explicarse por criticar cosas que entonces no se veían del todo.
Schumacher se adelanta, como en una película de ciencia ficción.
Pero hay más planos en la película.
Todo lo hace por llegar a casa, donde su mujer no le quiere. Hay una asombrosa crítica del feminismo, de la situación del hombre ante la mujer. La ex mujer (Barbara Hershey) le ha puesto una orden de alejamiento que ella explica al policía que acude a protegerla. El juez «quiso dar ejemplo con él». El diálogo es más o menos así:
-¿Bebe?
-No
-¿Le pegó?
-No
-¿A usted no?
-No exactamente
-¿No exactamente?
-Lo haría, creo
-¿Cree?
La película nos hace creer que es un maltratador, y eso mismo piensa el personaje que como némesis o contraparte también empleará su último día en encontrarlo (Robert Duvall). Nos hacen creer, se cree oficialmente incluso, que es un maltratador, pero no ha maltratado a nadie y solo tenemos suposiciones que no se confirman nunca.
La condición de maltratador no se demuestra. Al contrario. Hay detalles como la actitud cariñosa del perro, los pixeles de autenticidad amorosa del vídeo que queda como un pedazo forense del pasado; su sacrificio final para arreglar el futuro de su hija…
La crítica a la actitud de la mujer y al sistema oficial de validación de su relato es asombrosa, y parece escrita en el siglo XXI y hasta para la propia España. Ni siquiera seríamos capaces de imaginarlo ahora. De decirlo. ¡Una película de 1993 va donde nadie ha ido!
La actitud ante la mujer distingue y a la vez emparenta a los dos protagonistas, Douglas/William y Duvall/Prendergast. Uno vive alienado con su madre, el otro con su ex. Los dos privados de descendencia. El uno por decisión judicial, el otro por esterilidad de ella…
Su sumisión acaba el mismo día. Douglas/WIlliam se rebela en esa jornada odiseica y Duvall desobedece por fin a la mujer para reafirmarse en su papel de policía.
Los dos se enfrentan al final en una especie de duelo clásico del Oeste. Douglas habla con dolor sardónico. «De repente, ¿soy el malo?». Y en ese duelo, invertido, paradójico, que no puedo revelar (por consideración al espectador) donde se han asignado los papeles, parecen enfrentarse no solo dos Estados Unidos y dos formas masculinas, sino dos actitudes ante la verdad y la realidad. Uno, despierto, despertado, con la amargura del que creyó y ya no; otro reafirmado cínicamente en una representación poco apasionada de las cosas. La vida, o la vida americana, es para el segundo. Para el primero no. Al primero le queda la salida trágica.
La verdad late enigmática en el vídeo que se queda puesto en la televisión, en la escena final. Muy de los primeros 90 esa fe en la pantalla y en una verdad latente en el vídeo…
Pero si todos estos planos de interpretación no fueran bastantes (y muchos más que yo, humilde plumilla, no puedo atisbar) aun queda otro poderosísimo que recobró actualidad hace unos días: William/Michael es ingeniero. Es un ingeniero que trabaja para la industria del armamento. Su empresa le ha despedido. Y él hacía bien su trabajo. No solo hacía su trabajo, sino que se lo creía. Su matrícula era D-Fens y vivía, y eso lo cuenta la madre, en la fe anticomunista. Ayudaba a fabricar armamento para derrotar a la amenaza soviética. Esto daba sentido, trascendencia política e histórica a su trabajo.
La película es de 1993. Hace poco ha caído el Muro. El protagonista trabaja para el Complejo Militar Industrial, que le abandona, le deja en la estacada. La utilidad de su trabajo, contener al comunismo, tampoco es ya creíble. «Soy económicamente no viable». Él, al final, habiendo hecho todo lo que le dijeron, queda en el paro, sin mujer, sin poder acercarse a su hija, perdido en una ciudad hostil, llena de obstáculos públicos, de dependientes robotizantes, élites insolidarias o extranjeros que maltratan su idioma, quieren su dinero o le imponen territorios inaccesibles… Él no es racista, ni es ultra, cree en la Constitución americana, se reafirma en ello. Es la realidad la que se ha separado, se ha distanciado de un modo pesadillesco.
Su duelo final con Duvall, que juega a clásico policía/vaquero americano, reintegrado al servicio tras liberarse momentáneamente del yugo de su mujer, enfrenta varias visiones opuestas, pero una es la del papel de su país. Michae/William cree en unos principios traicionados.
La inversión es doble, un tirabuzón, porque Duvall es un cínico, un cínico dulce, no cree en gran cosa, pero Douglas sí. Douglas se creyó la historia, la justificación, el sentido. Él necesita una gran historia de salvación personal que, fallando todo lo demás, encontrará en el sacrificio.
Pero quedémonos con algo más… Ese personaje decaído (falling down dice cosas que un día de furia no) que remonta el vuelo brevemente con una explosión de ira final, de ira reactiva, parece anticipar una derecha traicionada y un tipo humano: un americano pos1945, con pelo cortado a cepillo, lealtades y temperamentos de posguerra, su sistema de creencias, su sentido casi metapolítico, y su capacitación ingenieril…
Recientemente hemos visto y leído sobre la necesidad americana de ingenieros. Hay más comparativamente en Rusia, China o incluso Irán. Que la subjetividad en crisis que cae/explota en la película sea un ingeniero y que sea abandonado por el Complejo Militar Industrial a principios de los 90 (el Fin de la Historia) adquiere un sentido profético y hasta poético.
La caída de Dougla/William, apodado D-Fens en su matrícula (también renuncia al coche, el vehículo de libertad clásica) parece anticipar la crisis del americano en el momento inaugural de lo globalizado y neocon. Schumacher cuenta la crisis de la mentalidad americana y el hombre de posguerra al llegar los 90. Su mundo mental y espiritual entra en colisión con el ambiente, con las nuevas condiciones, en una crisis que se manifiesta ahí y tardará un tiempo en articularse… Esa psique sufre en el nuevo país. No tiene sentido. No tiene lugar. Tampoco es casual que el espacio de esa crisis sea Los Ángeles, la ciudad de mayores alcances distópicos de la vida norteamericana…
El corpus político e ideológico que había sido el de Michael/William se estiró argumentalmente las décadas siguientes, pero sobre su crisis y sacrificio.
Película fastuosa, reveladora, inagotable en su profundidad histórica y atravesada de algo ominoso, incómodo, sudoroso, alegórico y triste que como un ruido de fondo nos incomoda y fascina…
El cine de los 90 gritaba por su época y avanzaba la nuestra.
Leer en La Gaceta de la Iberosfera