Pues que viva la Constitución, oigan. Menudo aquelarre constitucional el de ayer en el Congreso. Las cervezas y los crianzas entraban sin cesar en el Salón de los Pasos Perdidos. El canapé de venado, un descubrimiento. Muy rico el pincho de bogavante con queso fundido, y no vamos a hablar ya de la brocheta de pollo en salsa barbacoa o el ibérico de toda la vida, atenazado a manojos por diputados y embajadores. La purita felicidad del periodista parlamentario, señores: comida gratis y políticos a cascoporro, en dura liza con la tentación del achispamiento para no rendir un titular indisciplinado.
Tentación esta que acusaban más los del PP que los perdedores, porque ningún popular quiere disgustar ahora con indiscreciones al cuaderno azul de Mariano y se iban arrinconando ellos solos, con peligro de acabar en un portal de la calle Zorrilla, rehuyendo al reportero como una doncella a un playboy. Salvo Gallardón, que está pletórico y lo mismo posa con Isabel Tocino que capea a los plumillas incesantes en su cantinela del dime niño, de qué ministerio eres, como el villancico. El alcalde funciona como un corrillo de dicha en sí mismo. De hecho, va tan sobrado que en un momento en que me acerqué demasiado temí que me cogiera del brazo y se liara a preguntarme.
-¿Pero no eran un poema las caras de Zapatero y Rubalcaba? –se extraña una amiga gallega.
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