domingo, 14 de noviembre de 2021

Anglosajonia


Voltaire

 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc, 18 de Septiembre de 2002

Leo en el periódico que Europa llegará a Marte el año próximo para buscar indicios de vida. No sería mal sitio, Marte, para asilarse. Porque la vieja Europa ya sólo es eso: vieja. Y no quiere guerra.

Vivió su juventud con Roma, cuando el término medio de la vida era de unos treinta y cinco años. Desde entonces no ha hecho sino envejecer, aislada y egoísta. Somos, pues, los hijos de los viejos, como dijo Foxá, nacidos no con la juventud, sino con la duda sistemática: «¿Os figuráis en el futuro sobre Europa y parte de América al pequeño grupo de viejos blancos, de gruesos lentes, exterminando, con la desintegración de la materia, a las numerosas e hirvientes juventudes de los pueblos de color que los asedian, y que fiaron al amor y no a las drogas la eternidad de su estirpe?»

Lo dijo en 1948, cuando Europa acababa de perder la primogenitura de la Tierra, y en la raza blanca, a medida que se prolongaba la vejez, iba disminuyendo la natalidad. «Al perder la fe religiosa, se desconecta con el innumerable pueblo de sus muertos. Al limitar la natalidad, corta todos sus lazos con las generaciones futuras.» ¿Cómo no iba a ser importante la fe, si hasta Voltaire hacía cerrar las puertas cuando en su salón se hablaba sobre el ateísmo a fin de evitar que los criados oyeran lo que se decía y, liberados del temor de Dios, pudieran asesinarlo? Pero lo que Europa se esforzaba por conseguir no era la supervivencia, sino el reposo, la inercia perfecta, esa gran quietud que, si Freud estuviera en lo cierto, volverá a la creación cuando la vida vuelva a la condición natural de lo inorgánico.

Con arreglo a la visión freudiana, la explosión de la vida orgánica no fue más que una desviación trágica que, sin embargo, ha conducido al grado máximo de la evolución humana: un salón literario en la época de Luis XV es, para los europeos, el momento en que el hombre se encuentra más alejado de las cavernas. Y en ese salón languidece, viendo al tiempo pasar, el vejestorio de Europa. Ya no se alimenta de fe, sino de metapsicología, que es charlatanería común, aunque envuelta en el «glamour» de la tolerancia. De hecho, no hay día que no salga algún sacamuelas europeo -el «euroidiota» de guardia- explicándoles América a los americanos.

La tolerancia no es más que el principio del escepticismo, pero ¿y el «glamour»? He aquí un buen asunto para nuestros salones literarios Luis XV. Del Pozo, que ha visto al «glamour» salir de la boca de Buruaga, cree que significa «éxtasis de julandra» o «fascinación de hortera». Peter Sloterdijk, en cambio, apunta en sus «Normas para el parque humano» que ya en el inglés medieval el «glamour», en tanto que hechizo, se derivó de «grammar», precisamente porque cualquier conocimiento de gramática -la secta de los alfabetizados- era entonces tenido por símbolo y señal de magia.

Antes, en los salones literarios Luis XV, se pedían pruebas de la existencia de Dios. Ahora se piden del armamento de Bagdad. «¿Quiénes son esos ingleses y americanos para ir a la guerra solos?» Pues son lo que Churchill llamaba la raza anglosajona: no en el sentido étnico, que es predominantemente celta, sino en el lingüístico.

Ay, la lengua. Susan Sontag se convirtió en reina de los salones Luis XV cuando dijo que «la raza blanca es el cáncer del planeta», ya que sólo podía referirse a la utilitaria y democrática raza anglosajona, cuyas declaraciones de guerra, desde la Declaración de Independencia, se rigen por Euclides, es decir, por axiomas que son evidentes en sí mismos. ¿Por qué? Si uno no sabe la respuesta a una pregunta, debe formularla de otro modo.

 


Susan Sontag