domingo, 11 de julio de 2021

Mayos franceses

 

Abc, 1 de Mayo de 2002


Ignacio Ruiz Quintano

 

Se lo dijo el marqués de Saltillo a don Eduardo Miura: «Desengáñese, don Eduardo. En España ya no quedan más que dos ganaderías de postín: la mía, de toros mansos, y la suya, de bueyes bravos.» Ahí tienen ustedes el ideal del consenso europeo.

Toros mansos de derechas o bueyes bravos de izquierdas. En esto consiste ese centrismo continental que ha supuesto la sustitución de los principios por intereses, de las ideas por euros y de los políticos por unos contestadores automáticos que al reparto de poder llaman democracia, un sistema que en la única cultura donde arraigó significa todo lo contrario: control al poder y desconfianza hacia el gobierno. De aquí que un señorito como Tom Wolfe pudiera tutear a un intelectual como Jean-François Revel, que había ido a casa del Tío Sam a perorar sobre uno de los grandes fenómenos inexplicados de la astronomía moderna: la tenebrosa noche del fascismo cerniéndose continuamente sobre los Estados Unidos, pero tomando tierra únicamente en Europa. «¡No está bien, Jean-François! ¿No te parece mucha arrogancia?»

Los franceses andan en ascuas con otro mayo francés, pero ése es el secreto del país de la moda: pasarse la vida haciendo revoluciones para volver al antiguo régimen. Así que nada hay que temer. Francia es la clase media por excelencia, y de un francés medio sólo cabe esperar tres cosas: que beba vino, que tenga una condecoración y que no sepa geografía. ¿Acaso Jules Romains no se quejaba de unos obreros para quienes el «Front Populaire» estaba haciendo una revolución sin más resultado que aumentar el número de burguesazos pescadores de caña? Hoy, los que no van a pescar, van a votar. Y votan a Le Pen. ¿Qué ha pasado?

«¡Preferiría encontrar una sola ley causal a ser el rey de Persia!», dijo muy francesamente el buen Demócrito para expresar su disposición a moverse por la vida con lógica, que no puede ser una disposición más francesa. A imitación de Demócrito, los franceses se niegan a admitir que las cosas ocurran por casualidad, y ante la catástrofe electoral se devanan los sesos buscando una causa que justifique el efecto. En cuanto al consenso europeo, todos sus funcionarios se emplean en buscar «una reflexión». ¿Unos contestadores automáticos van a razonar el hecho de que las cadenas de hoy a menudo son fundidas del martillo que rompió las de ayer?

El escepticismo británico hizo irracional toda suposición sobre el futuro: sólo porque el sol ha salido todos los días hasta ahora, ¿tenemos algún fundamento racional para creer que volverá a salir mañana? Russell, con su risa de pájaro carpintero, cacareó el dilema más llanamente: un hombre alimenta a una gallina todos los días, y un día, en vez de darle la comida, le retuerce el pescuezo. ¿No habría sido más provechosa para la gallina una perspectiva más sofisticada sobre la uniformidad de la naturaleza?

Quien dice la gallina, dice la política, y quien dice la naturaleza, dice la democracia que salió de la Gran Generación, que no es la del 68, sino la de Pericles: «Nuestra administración favorece a la mayoría y no a la minoría: la llamamos democracia. No copiamos a nuestros vecinos: tratamos de ser un ejemplo. Nuestra ciudad tiene las puertas abiertas al mundo: jamás expulsamos aun extranjero. No consideramos la discusión como un obstáculo colocado en el camino de la acción política, sino como un preliminar indispensable para actuar prudentemente. Creemos que la felicidad es el fruto de la libertad, y la libertad, el del valor, y no nos amedrentamos ante el peligro de guerra. Sostengo que Atenas es la Escuela de la Hélade.»

Desengáñense los franceses. Sólo hay dos literaturas democráticas de postín: la griega y la anglosajona. Lo demás es baile de corrales.



Bertrand Russell