José Ramón Márquez
Las orejas, ¡ay, las orejas!
Nadie vio nunca a Curro Romero dar una vuelta al ruedo con una en las manos. Según el alguacilillo se la daba, el Faraón la cogía con cierta repugnancia y se la pasaba al peón. Las orejas. ¡La de faenas grandes que tenemos vistas sin el resultado de ese absurdo trofeo! ¿Para qué valen? Antiguamente para señalar que el toro muerto se le concedía a su matador, para identificar el toro en cuestión a la hora de venderlo a los tablajeros. Actualmente, para que la inanidad de una estadística nos venda un resultado.
Nunca he entendido la obsesión por las orejas. ¡Un robo, un robo!, clamaba la crítica el año pasado cada tarde que July en el cenit de su Año Triunfal salía de una plaza por su propio pie. Y a los diez minutos de acabada la corrida nadie recordaba ni uno solo de los mantazos que le había propinado el Pequeñín de Velilla a los peluches que había enviado al Valle de Josafat. Ahí sí que se entiende que las orejas fuesen necesarias, para explicar la nada que es consustancial al Importancias.
Como tampoco tengo la costumbre de escuchar la radio taurina, me tengo que enterar por los canales habituales de la polémica que se ha suscitado a costa de la concesión de la ‘Oreja de Oro’ de la Radio Nacional de España, aquel fecundo invento de Millán Astray, al torero Manzanares. Claman muchos contra la justicia de ese galardón, pero yo creo que no se debe exagerar porque con orejas o sin orejas, de oro, de plata o de pelo, la temporada ha sido de David Mora y de Iván Fandiño.
Manzanares era lo esperado, lo que se sabía que iba a pasar, lo que las encuestas pronosticaban que ocurriría. Arrancó con fuerza en Sevilla, con la polémica del indulto a un toro ridículo, y palmó en Madrid donde cada una de sus tres intervenciones fue peor que la precedente, hasta la debacle del toro Bombito. Y eso hablando de un tío que se ha traído los toros debajo del brazo, que si nos acordamos del contubernio de Granada, donde Manzanares et alt. se quitaron de en medio porque les habían rechazado las mascotas, ya es que nos da la risa, aunque no faltará quien saque a pasear a la tontería del zambombo de Bilbao, toro enorme en una tarde en la que el torero lo puso El Cid.
Que le den los premios que les plazca, que pensarán que es mejor tener en la entrega de premios a este guapetón de revista que a un tío feo que se las ve cara a cara con el horror de la casta, pero que no vendan burras, porque el toreo se hace con toros, con verdad y con gestos, y Manzanares, lo quieran o no, no ha puesto en esta temporada ninguna de esas tres cosas encima de la mesa.
Quede constancia aquí de la gran estocada recibiendo al toro Trapajoso, una de las mejores que hemos visto en la vida de afición, y, junto a ese luminoso recuerdo, la triste constatación de que quien tiene facultades, clase y gusto para ser un torero de época se conforme con ir pasando la gorra por las ferias y desposeyendo al torero de una épica que le es consustancial en aras del supuesto arte.
Las orejas, ¡ay, las orejas!
Nadie vio nunca a Curro Romero dar una vuelta al ruedo con una en las manos. Según el alguacilillo se la daba, el Faraón la cogía con cierta repugnancia y se la pasaba al peón. Las orejas. ¡La de faenas grandes que tenemos vistas sin el resultado de ese absurdo trofeo! ¿Para qué valen? Antiguamente para señalar que el toro muerto se le concedía a su matador, para identificar el toro en cuestión a la hora de venderlo a los tablajeros. Actualmente, para que la inanidad de una estadística nos venda un resultado.
Nunca he entendido la obsesión por las orejas. ¡Un robo, un robo!, clamaba la crítica el año pasado cada tarde que July en el cenit de su Año Triunfal salía de una plaza por su propio pie. Y a los diez minutos de acabada la corrida nadie recordaba ni uno solo de los mantazos que le había propinado el Pequeñín de Velilla a los peluches que había enviado al Valle de Josafat. Ahí sí que se entiende que las orejas fuesen necesarias, para explicar la nada que es consustancial al Importancias.
Como tampoco tengo la costumbre de escuchar la radio taurina, me tengo que enterar por los canales habituales de la polémica que se ha suscitado a costa de la concesión de la ‘Oreja de Oro’ de la Radio Nacional de España, aquel fecundo invento de Millán Astray, al torero Manzanares. Claman muchos contra la justicia de ese galardón, pero yo creo que no se debe exagerar porque con orejas o sin orejas, de oro, de plata o de pelo, la temporada ha sido de David Mora y de Iván Fandiño.
Manzanares era lo esperado, lo que se sabía que iba a pasar, lo que las encuestas pronosticaban que ocurriría. Arrancó con fuerza en Sevilla, con la polémica del indulto a un toro ridículo, y palmó en Madrid donde cada una de sus tres intervenciones fue peor que la precedente, hasta la debacle del toro Bombito. Y eso hablando de un tío que se ha traído los toros debajo del brazo, que si nos acordamos del contubernio de Granada, donde Manzanares et alt. se quitaron de en medio porque les habían rechazado las mascotas, ya es que nos da la risa, aunque no faltará quien saque a pasear a la tontería del zambombo de Bilbao, toro enorme en una tarde en la que el torero lo puso El Cid.
Que le den los premios que les plazca, que pensarán que es mejor tener en la entrega de premios a este guapetón de revista que a un tío feo que se las ve cara a cara con el horror de la casta, pero que no vendan burras, porque el toreo se hace con toros, con verdad y con gestos, y Manzanares, lo quieran o no, no ha puesto en esta temporada ninguna de esas tres cosas encima de la mesa.
Quede constancia aquí de la gran estocada recibiendo al toro Trapajoso, una de las mejores que hemos visto en la vida de afición, y, junto a ese luminoso recuerdo, la triste constatación de que quien tiene facultades, clase y gusto para ser un torero de época se conforme con ir pasando la gorra por las ferias y desposeyendo al torero de una épica que le es consustancial en aras del supuesto arte.