domingo, 15 de agosto de 2010

Festín de Padilla con una muleta blanca en una silla verde



José Ramón Márquez

El primero se llamaba Marmolejo, de Miura, número 64, y es verdad que parecía Miura en sus hechuras; vamos, que no era como casi todos los que salen normalmente de los chiqueros en lo de las hechuras, porque en lo de andar por los suelos era lo mismo que cualquiera. En el segundo galope se le cayó la divisa -verde y grana en provincias- y era como si la histórica divisa no quisiera estar clavada en la espalda del cutre de Marmolejo. El público lo protestó y el Presidente, con buen acierto, sacó el pañuelo verde y lo puso de patitas en la calle. Marmolejo dio la nota más baja de la corrida y la más alta la dio Esloveno, número 5, de Victorino Martín, cárdeno, con el guarismo cinco en la paletilla y con una cabeza en Saltillo, casi cornipaso, que arrancó los aplausos de las gentes nada más que puso la pezuña en la arena y que enseñó desde que salió su galanura de toro serio, aún más lucida en la hermosa Plaza de Sanlúcar. Porque a las gentes les encanta el toro, que es que sale por chiqueros uno y comienzan a aplaudir, que no es cosa de cuatro iluminados esto del toro.

Entre estos dos polos estuvo la corrida, y los cinco que faltan son dos de Salvador Domecq, uno de Fuente Ymbro, uno de Torrestrella y otro de Gavira que, por cierto, era bien feo entre lo grandullón que era y la cabecita que tenía.
Y ante todo esto Padilla se dio un festín y nos dio una fiesta, que no debemos olvidar que esto es la Fiesta de los Toros. Recibió y bregó a todos sus toros, les puso banderillas a todos ellos y los mató a estoque aproximadamente a estocada por animal, más o menos, y todo el tiempo transmitió la sensación de estar a gusto y feliz, sin dramatismos ni transfiguraciones, dando lo mejor de su tauromaquia que, sin duda, le habría servido para ser torero también en la época del Chiclanero o en la de Frascuelo o en la de Machaquito.
Porque El Ciclón de Jerez no vende trascendencia, vende facultades, desparpajo y simpatía, que son cosas que, de siempre hasta hace unos cuantos años, los toreros han tenido como propias. Me encantó Padilla el día que les hizo en Madrid el feo a los pelmazos del siete, que se creen alguien, y bien es verdad que desde entonces le tengo una simpatía especial, pero es que si haces una lista de las ganaderías que ha matado este hombre se le ponen los pelos de punta a mucho más de la mitad del escalafón, o sea que un respeto con este tío.

Estuvo variado con el capote, brillando especialmente en un ajustado galleo por chicuelinas, dio muchos pases, bastantes de ellos estimables y otros en la estética del ‘torero importante’ y estuvo especialmente serio con el Victorino, que ya se ha dicho antes que fue el toro más exigente de la tarde, al cual le consiguió sacar naturales de una gran emoción, por las condiciones del toro.

Al Fuente Ymbro, Tramposo, número 79, le toreó con una muleta blanca y empleando una silla con la que recibió al toro de muleta y en la que se sentó frente al burel para hacerle el volapié con el que le tumbó. Una silla pintada de verde, como de cantaor, con su asiento de enea; una silla de torero que trajo Padilla a Sanlúcar de Barrameda quizás para demostrar el abismo que hay entre la verdad de los toreros, que son hombres del pueblo bien queridos del pueblo, y los artistas tocados por la mano de la divinidad que contemplan a los mortales desde lo alto y que, a veces, son tan generosos de despachar unas migajas de su arte como quien da una limosna a un pobre.
Se ganó Padilla un cerro de orejas y, con la noche ya caída, le sacaron por la Puerta Grande los de su cuadrilla, como debe ser.



La divisa de Miura




Victorino