Menos de una hora de coche se tarda en recorrer de punta a punta este archipiélago en realidad inacabable, bendición del PIB, refugio de élites, guarida de comisionistas, arcadia de vestales, musa del paisajista. Y cuando uno lo recorre, descubre la poco publicitada interioridad de Mallorca, la aridez estival de sus sembrados, la intermitencia de masías payesas recortándose solitarias contra el verde salvaje de las montañas, por fortuna aún inaccesibles a las cadenas hoteleras. La ruta comenzó en la punta oeste, en el ostentoso Puerto Portals, donde atraca el yate de Florentino Pérez entre otros de similar nombradía. Pero nos interesaba el del presidente del Madrid, y eso que me acompañaba el compañero barcelonista Miguel L. Serrano, gran amigo de Laporta desde que le pilló cociéndose en Luz de Gas. Un conserje de capitanía portuaria, casualmente lector acérrimo de La Gaceta, nos informó de que el ser superior había levado anclas hacía una hora, y que no se sabía si regresaría ese día ya. Se lo perdoné en la esperanza de que hubiera partido rumbo a Milán para traerse a Maicon amarrado al mástil. El adicto conserje, encantado de colaborar, nos mostró la plaza que ocupa durante todo el año el Pitina, la séptima del pantalán Tristán, entre el Ventos y el Lauren. El espectáculo de los yates yuxtapuestos hubiera indignado quizá a Pablo Iglesias, pero bastante menos a José Bono. La mayoría, en todo caso, enarbola pabellón extranjero, mayormente inglés o alemán. Vimos atracado el Smiles de Michael Douglas. Uno tampoco saldría de casa si en ella se encontrara Catherine Zeta-Jones.
A falta de Florentino, e influido uno por la abnegada dedicación a la sección de Deportes del amigo Serrano, decidimos ir en pos de otro ilustre madridista isleño: Rafael Nadal Por cierto que Manacor es un pueblo notoriamente feo, al que acuden los autobuses de turistas únicamente atraídos por las perlas falsorras -de opalina blanca- que fabrican en Majorica. Arribamos al otro confín, el paradisíaco Porto Cristo, y la amabilidad del vecindario nos pone sobre la pista exacta de la casa pretendida. “El Rafa está ahora en Toronto, eh, en la casa está sólo la madre”, nos explica una vecina, encantada contra pronóstico de exhibir ante dos periodistas el más poderoso de los reclamos locales. Nos indica incluso cómo colarnos entre las rocas para tomar la mejor foto, y allá va Serrano, triscando en chancletas entre los riscos que rodean la casa, una mansioncita remozada y moderna cuya terraza se asoma a tan sólo unos metros del soberbio acantilado desde el que escribo. La vista es inolvidable. Sólo falta Shakira.
(La Gaceta)