La revolución de los impresionistas no era tan radical como parecía. Más luminosa y vibrante que profunda, revocó con pinceladas difusoras de la luz la fachada de la naturaleza, rodeándola de una atmósfera encantadora que dejaba intacta la estructura tradicional de la pintura. Sustituyó con las sensaciones espaciales del color, para conseguir el mismo efecto óptico, las líneas de fuga que permiten crear en un plano bidimensional el ilusionismo de la tercera dimensión. El entorno hacía etéreos y brillantes los objetos. El prodigio de la luz coloreada en las superficies sin contorno lineal maravilla al espectador. El arte de la suma belleza sensorial se independizó con Monet de la realidad de las cosas materiales. Un sueño.
El atractivo de la pintura impresionista era tan irresistible que incluso un naturalista como Emilio Zola no comprendió el sentido de la segunda revolución pictórica, la de su íntimo amigo Paul Cézanne. Amistad que se rompió cuando el novelista describió al pintor alejado de la bohemia parisina (bajo el personaje Lantier de la novela «La obra», réplica a «La obra maestra desconocida» de Balzac), como un artista fracasado a causa de su teoría estética. Y, sin embargo, ha sido esta profunda teoría natural del arte plástico, deducida de la pintura genial de Cézanne, y no de la ingente obra de Picasso, la que ha inspirado casi todas las grandes creaciones del siglo XX, desde el cubismo a la pura abstracción.
Antonio García-Trevijano