Albert Camus
La peste
Jean Juan Palette-Cazajus
[«Ananké» era la Fatalidad de los griegos]
[«Ananké» era la Fatalidad de los griegos]
Me he cansado de leer que el crecimiento exponencial de la pandemia que nos azota había venido acompañado por similar aumento internacional en las ventas de «La peste», la conocida novela de Albert Camus, publicada en 1947. Admito que no la he vuelto a leer desde el instituto. Busqué y encontré en alguna parte de mi casa aquella chillona edición de bolsillo, sobada y deteriorada además de abundantemente subrayada. La filiación camusiana resulta tan evidente para mí que me pareció siempre tan innecesario como impúdico cualquier alarde de reivindicarla en voz alta. El actual «revival» de la oportuna novela sólo fue una nueva oportunidad para recordar la suerte que me asistió por caer en manos de un excepcional profesor de filosofía que me permitió salir de la adolescencia, impregnado por Camus y Nietzsche. Lo cual significa también el alivio retrospectivo de haber quedado así vacunado contra la tentación, canónica en aquellos años, del extravío en las heladas estepas sartrianas.
Recuerdo que leí «La peste», en aquellos tiempos lejanos, con verdadera gravedad. Pero no es el Camus de «La peste» el de mi filiación sino el de «El mito de Sísifo», o el autor a contracorriente de «El hombre rebelde», también el pośtumo de «El primer hombre». Sabemos que la plaga oranesa de la novela es en realidad una metáfora del nazismo y de los comportamientos humanos que éste vino suscitando durante los años inmediatamente anteriores. Esta peste metafórica sirve para estructurar una reflexión básicamente ética. De ahí que en la novela desparezca un poco la originalidad inicial del pensamiento de Camus, la imposibilidad de aprehender el mundo sin que se interponga el prisma de su «absurdo» fundamental. «El absurdo nace de aquella confrontación entre la llamada humana y la sinrazón silenciosa del mundo». No es el mundo el que es absurdo. El mundo, en ausencia de las ficciones construidas por el ser humano, es mudo y silencioso, etimológicamente «insignificante». Es absurda toda relación que tratamos de mantener con él, toda tentativa de pensarlo. Camus es el escritor que no escribe una sola línea sin advertirse a sí mismo: «Puede que estés diciendo tonterías». Cuesta imaginar el silencio paradisíaco que nos envolvería en estos momentos si tan profiláctica costumbre fuese más habitual.
A fuer de sincero, no creí necesario releer «La peste». Volví a hojear sus páginas, rápidamente, lo suficiente para volver a apreciar su densidad y excelencia. Pero preferí aprovechar estas semanas desestabilizadoras para sumergirme en otra novela clásica, lastrada también por su fatal inclusión en las imposiciones escolares, hablo de «Madame Bovary». Opté por la obra maestra de Gustavo Flaubert tras oír al admirado Alain Finkielkraut huérfano de adjetivos para evocar y encarecer como se mereciera el empeño ascético del escritor, a lo largo de toda su vida, por la construcción minuciosa de su escritura como una herramienta de alta precisión. A Flaubert lo movía el convencimiento de que la alternativa era despiadada: impostura ética o absoluta justeza de la palabra y del estilo. Flaubert, el escritor reaccionario por excelencia, como decía Sartre, aquel prodigio de la dialéctica autoinmune. Flaubert, «el autor que nos ridiculiza a todos», como dice el novelista Aurélien Bellanger, quien me irrita tanto como me fascina. Ciertamente su relectura es ejercicio obligado para los muchos que no sabemos escribir, particularmente los pocos que además nos damos cuenta.
Yo hice una relectura camusiana de «Madame Bovary». La absoluta perfección léxica, enunciativa y descriptiva de Flaubert es capaz de crear personajes variados y complejos, ricos -dice el tópico convenido- de «espesor humano». Pero la perfecta maquinaria de la lengua narrativa se encarga de señalar, implacable, los límites absurdos de todas aquellas existencias. La frustración fatal de la protagonista no resulta de sus lecturas edulcorantes y de una imaginación incontinente. La insatisfacción de Emma Bovary es perfectamente legítima. Basta prescindir de una lectura rutinaria y precocinada de la novela para darse cuenta de que ella es, en el fondo, el único personaje humano de su entorno porque es la única capaz de escapar de sí misma para percibir el hiato fundamental con el mundo. Emma Bovary es una heroina absurda. «Madame Bovary soy yo» dijo alguna vez Flaubert. «Lo mismo digo», añadiría uno por lo bajini.
Quienes aconsejan estos días la relectura de «La peste» suelen invocar sus descripciones premonitorias de los comportamientos sicológicos, sociales o humanos que tenemos ocasión de contemplar a diario en las actuales circunstancias. Ciertamente existen todavía algunos estratos a quienes se les hace muy cuesta arriba asumir la fundamental animalidad de la naturaleza humana. La novela de Camus, a ese nivel, como lo hicieron siempre las plagas históricas, como lo hace la que nos atribula, sirve para recordarnos que el repertorio comportamental de la etología humana es variado pero finito. Algo que los humanos siempre viven propensos a olvidar ya que la hojarasca ornamental que se viene acumulando durante las épocas banales siempre termina tapando las vigas maestras de la humanidad estructural.
Paradójicamente, este absurdo constitutivo de la condición humana pasa a un segundo plano en «La peste». En cambio esa dimensión absurda estuvo latente detrás de cada irrupción de las plagas históricas reales y es sin duda protagonista absoluta de la que nos atormenta. Los azares -algo orientados- de las lecturas durante estas fechas, me llevaron a tropezar con un documento particularmente significativo: el trabajo de un historiador sobre la gran peste de Marsella, en 1720, considerada como el último gran brote europeo. Pero resulta que a lo largo del mismo año 1720, Daniel Defoe, el autor de «Robinson Crusoe», escribió su «Diario del año de la peste» referido a la Gran Peste de Londres del año 1665. No se trata de un testimonio personal -Defoe apenas tenía 4 años en 1665-, pero el diario, atribuido a un testigo ficticio de la plaga, suma una cualidades narrativas y documentales que trivializan cualquier testimonio contemporáneo, incluido el del famoso Samuel Pepys. Notemos que aquella Gran Peste de Londres acabó con un 20% de la población de la ciudad, cifra modesta si tenemos en cuenta que desde la Peste Negra de 1348, las grandes epidemias solían matar cerca del 50%, a veces más, de las poblaciones afectadas. Así ocurrió con la peste milanesa de 1631, relatada por Manzoni en «Los novios», con la sevillana de 1649, con la napolitana de 1656 y finalmente con la de Marsella, en 1720.
Lo que caracteriza la actual pandemia no es la continuidad histórica con las grandes pandemias del pasado. Al revés. Lo que presenciamos hoy constituye sin duda una clara ruptura de paradigma. Percibiremos mejor esta ruptura si aceptamos que no es contradictoria con la persistencia de ciertas invariantes de la etología humana perfectamente recogidas por Defoe. Particularmente las tres invariantes sucesivas: 1) Sufrimiento, 2) Distanciamiento, 3) Acercamiento.
1). El sufrimiento: «-La peste comenzaba a hacer estragos a nuestro alrededor, y yo me preguntaba con tristeza qué línea de conducta seguiría y cómo debía actuar. Las cosas aterradoras que veía al salir a la calle habían llenado de espanto mi espíritu, por miedo a contraer la enfermedad, que era, por cierto, horrible en sí misma y más horrible en algunos que en otros. Los bubones que generalmente se localizaban en el cuello o en la ingle se hacían, al endurecerse y cuando no se abrían, tan dolorosos como la tortura más refinada. Algunos desventurados, incapaces de soportar el tormento, se arrojaban desde lo alto de los balcones, o se pegaban un tiro, o se destruían por cualquier otro medio; casos como éstos vi muchos. Otros, sin poder ya contenerse, lanzaban gritos incesantes de dolor, y sus gemidos, tan fuertes, tan lastimosos, atravesaban el corazón de quienes los oían al pasar por la calle, más si se consideraba que el mismo terrible azote podía en cualquier instante descargarse sobre uno. Debo confesar que mis resoluciones comenzaban a flaquear. Me fallaba el corazón, y me arrepentía de mi temeridad. Cuando al salir me veía frente a aquellas cosas espantosas, me arrepentía, digo, de la prontitud con que me había aventurado a permanecer en la ciudad. Y a menudo deseé no haber tomado esa decisión, sino haber partido con mi hermano y su familia.
[...] Por entonces la gente ya no sentía la menor curiosidad, y por lo demás nadie podía socorrer a su prójimo. Seguí, pues, mi camino. En Bell Alley, del lado derecho del callejón, oí un grito más terrible aún, pero que no provenía de una ventana. Una familia íntegra se hallaba presa del espanto, y pude oír cómo mujeres y niños corrían por las habitaciones dando agudos gritos, como si hubieran perdido la cabeza.[…] Todo lo que ocurría en esos días, particularmente en las familias, era de un horror apenas creíble. La gente, en la violencia de su enfermedad, o torturada por sus bubones -que eran en verdad intolerables- perdía todo control de sí misma, y delirante, enloquecida, a menudo volvía contra ella sus propias, violentas manos. Se disparaban un pistoletazo, se arrojaban por las ventanas, etc... En su demencia, algunas madres daban muerte a sus propios hijos; otras simplemente morían de dolor, en un gesto de rebeldía, o de pánico otras, o de asombro, sin hallarse en modo alguno infectadas. Y otras, espantadas, caían en la imbecilidad, en la confusión propia de los idiotas. Hubo quienes, desesperados, se volvieron locos, y otros cayeron en una melancólica demencia. Para algunos, el dolor de los abscesos resultaba particularmente violento e intolerable. Puede decirse que los doctores y los cirujanos torturaron a muchas de aquellas pobres criaturas, aun hasta la muerte. Como a veces los tumores se endurecían, los médicos aplicaban fuertes emplastos astringentes, o cataplasmas, para hacerlos estallar; y si no lo lograban, entonces recurrían al bisturí y practicaban unas terribles incisiones. En algunos casos, los abscesos se habían endurecido, en parte por la violencia de la enfermedad y en parte porque habían sido brutalmente punzados, y se habían vuelto tan duros, que ya no les entraba ningún instrumento ni era posible cauterizarlos. Muchas personas murieron locas furiosas de dolor, y otras durante la operación. Faltaba ayuda para retener a los enfermos en su lecho, o para velar por ellos, y ellos, según acabo de decir, se suicidaban. Algunos escapaban a la calle, tal vez desnudos, corrían directamente al río -si no los detenía un vigilante o algún otro funcionario- y se arrojaban al agua, en el sitio que fuera. A menudo me partía el alma oír los gemidos y los gritos de aquellos infelices torturados. Sin embargo, esa forma de la enfermedad era de buen augurio. Si los tumores llegaban a madurar, a romperse, a supurar, o, como decía el cirujano, a reabsorberse, el enfermo generalmente sanaba; mientras que quienes, como la hija de aquella dama, eran mortalmente afectados desde un primer momento, a menudo seguían viviendo indiferentes y tranquilos hasta muy poco antes de morir, y a veces hasta el instante en que caían desplomados, como ocurre con frecuencia en los casos de apoplejía y epilepsia». (Daniel Defoe, «Diario del año de la peste»).
Daniel Defoe
Diario de la peste