martes, 12 de mayo de 2020

ANANKÉ 4

Guido Cagnacci
Alegoría de la vida



Jean Juan Palette-Cazajus

No sé si para muestra habrá valido un botón, pero, para mí al menos, la lectura del «Diario de la peste» resultó muy provechosa. Me llamó particularmente la atención la absoluta falta de mención a desempeño alguno, frente a la plaga, del rey y de la corte refugiados fuera de Londres, mientras el autor destaca y alaba en varias ocasiones el papel positivo de las autoridades municipales, su abnegación y sacrificio durante la tragedia. Tal vez resultaría un poco precipitado concluir sobre la precoz realidad de un moderno sentimiento democrático y ciudadano en Inglaterra. No estará de más recordar que al año siguiente, en 1666, el Gran Incendio de Londres arrasaría la casi totalidad de la ciudad. Los años posteriores, hasta la llamada «Gloriosa Revolución» de 1688/1689 que eliminó definitivamente toda posibilidad de reinar para un monarca católico y vio la reafirmación del papel del parlamento, fueron cruciales en la historia inglesa. El cambio de paradigma fue tan importante para la posterior historia del Reino Unido como lo fue la Revolución para los franceses y ambos acontecimientos tuvieron hasta nuestros días un profundo impacto sobre la configuración de las ideas y los valores que sustentaron la vida europea. Cuando Defoe escribe, 55 años después de la plaga, lo hace a partir de unos contenidos de conciencia, política y cultural, ya muy distintos de los que imperaban en el momento de la epidemia.

En cambio la peste de Marsella, en 1720,  siguió patrones casi medievales. Murió entre el 40 y el 50% de la población. Las causas tuvieron mucho que ver con las debilidades humanas, la corrupción y la codicia. Trajo la peste un barco de comercio, el llamado «Grand Saint Antoine», que venía de lo que entonces se conocía como «Levante», concretamente de Siria, con un muy valioso cargamento de sedas. En la época ya existían protocolos sanitarios teóricamente muy eficaces siempre que no viniesen pervertidos por los intereses personales. Los cónsules de los puertos tenían el deber de extender patentes que certificasen ya sea que no constaban casos de peste en el puerto visitado ya sea que no había habido muertes sospechosas entre la tripulación. Al llegar al puerto de destino, tripulación, pasajeros y carga eran teóricamente sometidos a una cuarentena más o menos larga según las sospechas de infección. En el caso del «Gran Saint Antoine» el cónsul en Trípoli empezó extendiendo una patente «neta», la que acreditaba que no hay sospecha de plaga, a sabiendas de que existían, en la ciudad, casos conocidos de peste, secularmente endémica en todo el Levante. Durante el viaje de vuelta, el puerto de Livorno extendió otra patente neta a pesar de que de se hubiesen producido dos muertes sospechosas a bordo del barco. Al llegar a Marsella la cuarentena fue acortada para poder aprovechar la famosa feria de Beaucaire que estaba a punto de empezar y vender las valiosas sedas. Las pulgas, alojadas en los fajos de seda, contaminaron a toda Provenza después de Marsella.

El Chavalier Roze en el barrio de la Tourette

Uno de los instigadores de tantos chanchullos había sido probablemente el entonces alcalde de la ciudad, propietario de buena parte de la carga traída por el «grand Saint Antoine» y valorada en 9 millones de euros actuales. Dicen que ese mismo alcalde se comportó durante la plaga con gran abnegación y valor, tal vez movido por el remordimiento. Contradicciones de la naturaleza humana. Los relatos testimoniales de la peste de Marsella son espeluznantes. Un curioso personaje, conocido como el chevalier Roze, porque lo era de la orden de los hospitalarios de Jerusalén, destacó en medio de tanto horror. Aventurero y cosmopolita había participado en la Guerra de Sucesión de España y había sido largos años cónsul de Francia en Alicante. Se presentó voluntario para limpiar el barrio de la Tourette, un barrio popular muy afectado por la epidemia donde llevaban semanas amontonados, meses en algunos casos, más de 1200 cadáveres. Aquellas masas putrefactas y a veces irreconocibles se movían al compás y vaivén de los gusanos. Roze, al mando de 150 soldados y forzados recogió todo aquel magma innombrable y lo descargó en los fosos de los baluartes para cubrirlo con cal y tierra. No sobrevivió ninguno de aquellos desgraciados, menos el propio caballero, también infectado, pero que logró curarse.
 
La peste de Marsella, dijimos fue el último brote terrible del azote en territorio europeo. En parte, dicen los historiadores, porque fue aquella época la de una primera «mundialización» de los intercambios comerciales y los barcos trajeron a puertos europeos los primeros ejemplares de una «especie invasiva», como se dice ahora, «Rattus norvegicus», la rata parda o gris, hoy la más habitual, que fue eliminando la rata negra entonces predominante en Europa. Resulta que, aparentemente, la rata parda es un vector de la peste menos eficaz y letal para el hombre de lo que fuera la rata negra. Enumeramos en un episodio anterior una breve lista de los más terribles focos de la peste durante el desabrido siglo XVII, Milán, Sevilla, Nápoles, Londres, dijimos, pero también Viena, en 1679, y dos años después Praga, que vieron morir la mitad de sus poblaciones. Pero al lado de esas fechas terribles, quien se tome la mínima molestia de acudir a las efemérides históricas hallará que hubo constantes y sistemáticos brotes locales de la plaga, a intervalos regulares, cada diez o doce años. Sin duda mucho menos letales que las catástrofes citadas, pero incomparablemente más que el azote que ahora nos tiene atribulados. En 1920, en los arrabales de París, un brote cuidadosamente ocultado –por no mentar la bicha se habló de «enfermedad n.º 9»– mató a 34 personas. Hubo otro brote serio en Madagascar en 2017. Pero durante el siglo XIX y parte del XX las pandemias europeas tuvieron que ver sobre todo con el cólera y el tifus cuya evidente letalidad no se acercó ni de lejos a los apocalípticos efectos de la peste. Si bien el número de las víctimas era en todas las ocasiones muy superior a las de la actual pandemia. En España el cólera habría matado unas 300 000 personas durante la epidemia de 1833/34, 236 000 durante la de 1854/55, 120 000 en 1865 e igual número en 1885. Si tenemos en cuenta que la población española en 1885 era de unos 17 millones de personas, hablaríamos de 325 000 muertes a escala de  la población actual. En cuanto a la gripe americana de 1918, la mal llamada «española», afectó nada menos que a 8 millones de españoles, entonces un 37% de la población, y mató a 200 000.


Mundo cerrado

A muchos nos gusta, sin duda demasiado, la historia como relato, las referencias y los símbolos que la cimientan y conforman. Queremos creer en la continuidad histórica, por ejemplo la de la nación. Todo aquello que, muy acertadamente, se viene llamando desde hace años la «novela» de la historia. Algunos, entre los más irreflexivos y casquivanos, darían incluso una fortuna por haber estado en Lepanto o en Pavía. En cambio no creo que se agolpasen en ventanilla los voluntarios para compartir las vicisitudes de las pestes históricas. Lo que para los occidentales resulta una evidencia, medir el paso del tiempo mediante un tipo de cronología de los acontecimientos al que llamamos historia, fue ignorado durante milenios y lo sigue siendo, por las sociedades sin escritura. En las sociedades asiáticas la relación con el pasado ocupaba terrenos más inciertos donde el afán de construcción del mito ocupaba más espacio que el rigor del relato. Pero en realidad tres cuartas partes de lo mismo sucedía entre nosotros y por esto la función de los que llamamos historiador consiste en separar rigurosamente lo que es historia de la tentación mítica y su proceso de construcción. Por ello escasean tanto los buenos historiadores mientras pululan los mitógrafos y, peor todavía, los mitómanos.
 
Las grandes pandemias  aparecen como «confinadas» fuera de la historia. Como si significaran la interrupción de su fluir, sustituido por la irrupción intempestiva de la naturaleza malévola e incontrolada. Piensen un segundo en nuestro actual - y se habrá entendido que bien poco dramático - momento de confinamiento: también nosotros lo vivimos como una pausa del flujo histórico. Por esto el lenguaje del actual momento político resulta más histérico y esperpéntico que nunca. Porque está descontextualizado y gira en vacío, como un motor embalado, desconectado de los engranajes que mueven la habitual contingencia política e histórica. Hemos tratado las grandes pandemias como trágicos recesos de la historia. En cuanto al eterno ciclo de las epidemias menores, cerniéndose como un buitre a lo largo de los siglos sobre las sociedades, nunca se ha valorado debidamente el impacto de su constante presencia sobre el sentimiento de la existencia. De modo que esas carencias, ese negacionismo podrían ser el equivalente del argumento ontológico de San Anselmo, sólo que mucho más consistente, a la hora de probar, no ya la existencia de Dios, sino el carácter automistificador de nuestra relación tradicional con la historia: durante muchos siglos la gente no vivió la historia, se contentó con tratar de sobrevivirle. Interiorizar una verdadera ontología de las pandemias nos prohibiría definitivamente vivir la historia como quien lee «Los Tres Mosqueteros». La hipótesis de quienes piensan que la historia debe borrarse ha de tenerse en cuenta.


Bernardo Strozzi
Las Parcas

 
Los propios historiadores parecen haber capitulado ante la magnitud del reto. Si nada hay más vano y estúpido que las  preguntas del estilo: «Qué hubiese sido de Europa si Napoleón llega a vencer en Waterloo», o «¿Qué habría sido de España si los «rojos» hubiesen ganado la Guerra Civil?» es porque la historia es la verdadera encarnación de «Ananké». Lo acontecido se convierte en la mejor encarnación de la fatalidad y lastra inexorablemente el presente. Por esto detrás de las constantes y légitimas reinterpretaciones de la historia se oculta muchas veces la quimera de que pudiera acceder al ser aquello que definitivamente no ha sido. En cambio, tratar de tener en cuenta el impacto de las grandes pandemias en varios momentos cruciales de la historia es tarea distinta y tendría un indudable valor heurístico. También ayudaría a comprender por qué nuestra actual pandemia no se inscribe en la continuidad histórica de las que fueron sino que supone un absoluto cambio de paradigma. El motor de la evolución humana fue el desajuste dialéctico entre continuidad de la animalidad biológica y emergencia cultural. En Occidente el desajuste se fue convirtiendo en un hiato cada vez más conflictivo. Hoy el hiato se ha vuelto contradicción. Seguimos siendo los mismos y hay evidencias de que nos estamos volviendo otros. Los progresistas piensan que están contemplando el advenimiento de la ansiada y definitiva mutación ética. Sin duda hayamos traspasado cierto tipo de umbrales y se pueda hablar de mutación, pero esta es, básicamente, tecnológica e informativa. No disminuyen los delincuentes urbanos, aumenta el número y las performances de las cámaras de vigilancia.  Y así paladeábamos a cada instante la palabra «viralidad» para referirnos a la rapidez y la intensidad de la difusión de los contenidos informativos. El trauma sufrido en carnes propias con la inimaginable reaparición de su sentido etimológico, y nuevamente hegemónico, podría resumir la situación actual. La coexistencia de las dos acepciones es una nueva definición del absurdo camusiano. Y recalca nuestra novedosa pertenencia a la «post historia».

Renard de Saint André
Vanitas