Ignacio Ruiz Quintano
Abc
España es un país a la cola de la comprensión lectora y retiene sólo la última frase del mandamiento de doña Concepción Arenal: “…compadece al delincuente”.
Mi teólogo dice que la compasión designa el “seno materno” del Dios de la Biblia (simboliza, pues, la maternidad divina), y digo yo que de aquí vendrá esta sentimentalidad femenina con los asesinos sueltos: una pulsión bíblica, una frase de Arenal, un poquito de Rousseau (el hombre nace bueno y la sociedad lo hace malo), una película de Tim Robbins (“Cadena perpetua”) y a correr.
–Es hipereducado y muy cachas –dice Rosa Belmonte que decían del lobo de Alcácer las reporteras que corrían a entrevistarlo para sus señoritos, que son señoritas ávidas de convertirse en Hildy Johnson, la fantástica Rosalind Russell que entrevista para el “Morning Post” al condenado Earl Williams en “Luna nueva”.
El lobo de Alcácer forma parte de la cuerda de presos que constituyen el taparrabos político del riau-riau etarra. Según la teoría de Bertrand Russell, el salvaje perfecto, ese individuo servicial que hace lo que sea necesario para sustentar las teorías de los antropólogos, que en España son los tertulianos.
Toda época clásica, tiene dicho Foxá, odia a lo monstruoso, y en la nuestra asistimos a la victoria de lo asimétrico, de lo caótico, de lo oscuro elevado a categoría estética: a la liberación de lo feo.
Mediáticamente, que es de lo que se trata, los monstruos tienen más tirón que sus víctimas, gentes que lloran porque les han roto la vida. Enternece más Frankestein entregándole la flor a una niña, dónde va a parar, y la lógica de la chusma hace el resto:
–Pues no serán tan malos cuando los sueltan.
Aquí, de buenos que somos, nos ponemos a imitar a John McNaughton (“Henry, retrato de un asesino”) y nos sale “Horas de luz” (Manolo Matji).
Veo a la TV pegándose por un monstruo que dé las campanadas. La pega es que casi hay más cadenas que monstruos.