Abc
Lo último que hay que ser en un país tan frívolo es víctima.
La víctima es el balón con que la raza juega el tiquitaca de la Historia, que en España siempre fue política de corral.
Recuerdo la impresión que en el 92, para un jurado periodístico, me causó ver el copión del atentado de Irene Villa: una grieta del Infierno. Hoy, los artífices de aquel espectáculo delirante construyen oficialmente el nuevo socialismo de la paz y el nombre de Irene Villa va asociado en Google a “chistes”, con lo que eso significa en España.
¿Dónde estaba uno el 11 M?
Al poner en orden la memoria descubres que aún vivimos donde la confusión hizo su obra maestra, que es una situación shakesperiana.
Aquel día, muy de mañana, eran algunos muertos. Veo a Ibarreche pedir perdón en TV y oigo a Gabilondo pregonar en la radio calzoncillos de suicida con “endowment pad” de la yihad. Entré con Oti Rodríguez Marchante a un pase para prensa de “La pasión de Cristo”, de Mel Gibson. Al salir, la catástrofe se aproximaba a los doscientos muertos, de los que sólo queda la señal de un templete posmoderno en la glorieta de Atocha y una lápida con sus nombres junto a los de los héroes del 2 de Mayo en la Puerta del Sol, ajenos todos a la instrumentalización política y mediática de la opinión pública.
La conciencia moral conmovida debe desconfiar de las celebraciones oficiales.
Cavia clamó en el desierto contra el monumento de estética confitera en homenaje a la treintena de víctimas del ramo de flores de Mateo Morral que los concejales Iglesias y Largo Caballero se negaron a condenar. Treinta años después, Morral resurgiría como héroe de una República que desmontó el monumento y dio el nombre del expeditivo filántropo sabadellés a la calle Mayor.
A los muertos, nos tiene dicho Ruano, los han querido, pero ya no los quiere nadie.